Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
LOS socialistas catalanes se han convertido en la representación más precisa de la inexorable descomposición ideológica sobre la que cabalga la izquierda hacia su irrelevancia final. ¿Quién es más socialista, habría que preguntarse, José Montilla o Esperanza Aguirre? Ver a Miquel Iceta, portavoz del PSC, declarando desde un atril, convenientemente adornado con el anagrama socialistes.cat, que "hem aconseguit vuit vegades el que va a conseguir CiU. Que la gent trii el adjetiu" (perdónese que la cita vaya en catalán pero, significativamente, la página web de los socialistas catalanes tiene inoperativa la opción del castellano); y asistir posteriormente al triunfal (y, desde ciertos parámetros, un punto obsceno) recibimiento que la ejecutiva de los socialistas catalanes le ha dispensado al conseller de Economía, Antonio Castell, después de que éste haya conseguido pegarle un bocado del 35% al total de la financiación autonómica, debería quedar en los anales de la historia patria como el punto de inflexión definitivo en una ideología que ha alcanzado unas cotas insuperables de virtuosismo en la práctica de aquella neolengua orwelliana en la que igualdad podía significar desigualdad y en la que ciertas formas de discriminación pueden ser consideradas, si así conviene, como "positivas".
En esa disolución tan posmoderna de contenidos ideológicos hay que reconocerle, no obstante, a los socialistas catalanes el papel de indiscutible pioneros. La figura, nunca suficientemente ponderada, de Pasqual Maragall ha tenido, a tal efecto, una importancia determinante. Maragall, como la mayor parte de la casta dirigente socialista de aquella región, era fundamentalmente un nacionalista de diseño que, asesorado por un esteta difuso, el filósofo Rubert de Ventós, y un arquitecto evanescente, Oriol Bohigas, supo atisbar las posibilidades que la ideología de la posmodernidad le ofrecía para emprender la tarea de deconstruir el Estado en una serie de relatos equivalentes que no admitirían ninguna preponderancia de sentido.
Su jugada maestra, a tal efecto, consistió en aupar, primero, a la Secretaría General del PSOE a un político carente de las mínimas delimitaciones conceptuales, y alzarlo después a la Presidencia del Gobierno mediante el recurso de seguir utilizando las viejas consignas discursivas de la izquierda tradicional para denotar exactamente lo contrario de lo que pudieran pronosticar sus apariencias. La sonrisa de la Gioconda sería la veladura perfecta para una esfinge sin contenidos y sin secretos.
Todo lo demás ha ido cayendo, con una lógica literalmente aplastante, por su propio peso. Ya el Estatut abría la vía para una negociación bilateral entre naciones virtualmente independientes, en la que el Todo Soberano quedaba supeditado a los designios relativos de cada una de sus partes. Con ello no sólo se supera aquella tabarra, tan inocente como indecente, del "hecho diferencial" del pujolismo clásico, sino que se entroniza la rapiña confederal como forma de gestión de la ruina de un Estado en tiempos de penuria. El resultado es una nación cada vez más líquida (por usar otro de los términos predilectos de los sociólogos posmodernos) que vive constantemente amenazada por la espada de Damocles de su más o menos inminente liquidación.
Lo más obsceno tal vez de todo esto no es que intenten vender como progresista y solidario un acuerdo que consagra para la cuarta comunidad más rica de la nación un 37,5% más de financiación por habitante que para Andalucía, la más pobre, con la asombrosa y exultante complicidad del Gobierno de esta última; ni siquiera que se atrevan a presentar este nuevo paso hacia la desvertebración del Estado como un logro de la cohesión interterritorial y la integración definitiva de unas comunidades que se han acostumbrado al chantaje como forma de convivencia política, sino la fórmula, verdaderamente totalitaria, con la que pretenden blindar ideológicamente este disparate, acusando de catalanofobia a cualquiera que se atreva a poner en evidencia las bambalinas simplemente nihilistas que sostienen esta victoria sin paliativos del identitarismo más reaccionario.
Esa fórmula, sin embargo, de creación de tabúes para eludir la confrontación argumentada, de tan larga y rancia tradición en el pensamiento de izquierdas, puede que sea útil para contener por unos pocos instantes el evidente derrumbe de un edificio ideológico carente ya de estructura, pero, como han venido a demostrar las últimas elecciones europeas, resulta completamente ineficaz para detener la sensación cada vez más generalizada entre la ciudadanía de que esta izquierda posmoderna no sólo carece de respuestas creíbles a estos tiempos de crisis profunda, sino que se ha terminado convirtiendo en la antítesis más flagrante de los ideales que dice representar.
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