El sobrecito

Pensar en la sencillez perdida, en el poder de los gestos que nadie ve, me ha recordado a Francis Scott Fitzgerald

Ahora los libros añaden anécdotas en sus colofones –esas pocas líneas en las que se dice dónde y cuándo se imprimieron–. Lo de siempre ya no es suficiente. Somos ilustrados tras la lectura con una píldora de sabiduría barata: este libro vio la luz el 11 de febrero de 2019, 29 años después de la liberación de Nelson Mandela. Por ejemplo. Al mismo tiempo me sorprendo y no. La religión de nuestros días tiene dos cabezas: ahuyentamos el aburrimiento y cultivamos la apariencia. Y como nada de lo de antes basta, mire donde mire uno encuentra novedades, tiempos y espacios que ocupar. Los gintonics. Las hamburguesas. Las vacaciones.

Hace poco, en el salón de mis abuelos de Zamora encontré un sobre con fotografías, y entre ellas las de una boda, celebrada hace cincuenta o sesenta años, no sé de quién, con el aire ocre y triste de las fotos viejas. Así la vieron mis ojos, acostumbrados a las mesas de queso, a los dulces, a las invitaciones en papel grueso con dibujitos de los novios, a los vídeos y las fotos de la boda y la preboda y la posboda, a los bailes de entrada, a las mesas con nombres, a los regalos los regalos los regalos, a los fotomatones con pelucas y sombreritos y gafas enormes de plástico. Mis ojos han visto a Chewbacca y un soldado imperial haciéndose selfies con los invitados. Un día se tocarán los extremos, y el más moderno de todos celebrará su boda en un local austero, lleno de humo de tabaco y música de pasodobles, y será poco y será suficiente, como en la hermosa escena del baile entre Omero Antonutti y su hija, vestida de comunión, en El sur, de Erice.

Pensar en la sencillez perdida, en el poder de los gestos que nadie ve, me ha recordado a Francis Scott Fitzgerald. Pese a malvivir escribiendo guiones para Hollywood, viviendo en casa de una amiga, en sus últimos años mandó todo lo que ganaba a su hija, para que pudiera estudiar. Ese gesto de cerrar con cuidado el sobrecito para que el dinero viaje seguro a su destino dice tanto, y esa muestra de amor cobra más fuerza al saber que Scott Fitzgerald murió tan joven, con cuarenta y cuatro años. En una imagen de Suave es la noche, el protagonista, Dick Diver, mirando al mar de la Costa Azul, se quita el sombrero. Con ese ademán se despide del paisaje, del recuerdo, de su vida, de la frágil felicidad vivida junto a esas aguas.

Es el peso de lo leve lo que importa. El sombrero. Las bodas antiguas. El sobrecito. Un padre que baila con su hija. El triste y dulce vapor que añoro a veces.

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