
Monticello
Víctor J. Vázquez
Un país no acordado
La ciudad y los días
Es una cara lo que les reúne, cada Pentecostés, en plaza de Doñana 34. Unos se ven todo el año. Otros poco más que de Rocío en Rocío. Pero todos se quieren lo mismo. A diferencia del amor, escribió Borges, la amistad no requiere frecuencia. Ni tan siquiera palabras. “Amigos con los que poder hablar hay muchos, pero amigos con los que poder estar callado hay muy pocos”, decía Belmonte del Gallo. Convivan o no, se vean con frecuencia o no, han llorado las mismas despedidas, tan injustamente tempranas algunas, querido Nacho, querida Carmen; han celebrado con la misma alegría nacimientos y amores; han dado las mismas gracias a la Virgen por sus quites cuando la enfermedad embiste, y han aceptado con la misma fe las cornadas de la vida. Cada corazón, cada memoria, la ofrenda a la Virgen de un exvoto de gracias –el niño salvado, la enfermedad vencida– por los bienes recibidos. Cada corazón, cada memoria, la ofrenda a la Virgen del perfume de una mata de romero humedecido por las lágrimas como el rocío que cada amanecer se posa sobre sus hojas, cuando las plegarias parecen no haber sido atendidas. Hieren las espinas la carne, pero no la fe. Desesperar es pecar contra la esperanza. Y hoy debemos presentarnos ante la Virgen como entre matas de espinos, según el más antiguo testimonio, se apareció “aquel sagrado Lirio intacto de las espinas del pecado”.
Es una cara, sí, lo que cada año les reúne. Como a cuantos hoy están allí sabiendo a lo que están, que de todo hay en la vida y en el Rocío. Una cara sabia, una mirada baja que todo lo comprende, una sonrisa apenas apuntada que invita, como escribió Santa Teresa, a fiarse de Dios y alegrarse. Pase lo que pase. Contra toda evidencia.
En la raíz está todo. Cuanto más hermoso, más lleno de vida y color, más rebosante de sentimientos y recuerdos, sea la manifestación o la extroversión de algo, más hermoso, vivo y emocionante es aquello que lo provoca. No hay más verdad en el Rocío que el poder inmenso de esta Virgen que, a lo largo de ocho siglos, venciendo tiempo y distancia, desde aquella “yglesia que dizen Sancta Maria de las Roçinas” hasta hoy, es el centro absoluto, la única razón de ser, el origen y la meta de la romería y del estar allí de tantos cientos de miles y de aquellos a quienes quiero, se quieren y me quieren.
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