Miro las cabezas y se me vienen a la mente paletadas de recuerdos: por ejemplo, esos inocentes mapas de la EGB en los que la península se la repartían los iberos y los celtas y, en medio, aparecía el apaño de los celtíberos para explicarnos torpemente que la gente, desde siempre, se mezcla, se hibrida y se acultura. Y, luego, las clases de Rosario Olivero en COU, metiendo en el mapa infantil la enigmática cuña de la civilización de Tartessos, disciplinándonos para que usáramos con propiedad los términos tartesio y tartésico y proyectando las diapositivas del bellísimo tesoro del Carambolo y del jarro zoomorfo de La Joya. Más tarde, en las asignaturas de la carrera que nos formaban en Arqueología, Prehistoria e Historia del Arte, llegó el momento de guardar en los cajones las leyendas, los mitos casposos y las especulaciones y centrarnos en el registro arqueológico, los testimonios fehacientes y los datos precisos. Étimo griego o étimo latino, Tartessos emergía ante nuestros ojos como una civilización antigua y extraordinaria, que nos dejaba huellas únicas pero deslavazadas, piezas sueltas de un puzle castigado por el tiempo -mucho tiempo- que prometía, no obstante, grandes hallazgos. Sobreviven aún los que siguen agarrados a la mitología y los que solo quieren Tartessos para apropiarse de una capitalidad que quizás, como fue frecuente en el mundo protohistórico, nunca llegó a tener esa consideración. Yo, en cambio, me sigo quedando con la ciencia y el conocimiento contrastado y, ahora, con esas cinco cabezas que les ponen rostro a los tartesios y las tartesias… y pendientes y cascos y finura y trascendencia. Los miro y me deleito, me encuentro en ellos y me reconozco en ese placer y esa sabiduría que solo da la Historia al demostrarnos lo que somos a través de lo que hemos sido.

Dos de las cabezas, las que mejor se han conservado, son mujeres de gran belleza, probablemente representadas de manera idealizada: quizás diosas, quizás, simplemente, mujeres ricas. El bajorrelieve muy fino dibuja el perfil de sus ojos almendrados y delimita la boca en la que apenas se apunta la sonrisa; el tocado se eleva como una llamarada sobre la frente despejada que corona una nariz griega; las arracadas, gruesas, poderosas, adornan la oreja rodeándola con una cadena sutil tallada en la piedra; el cuello arranca vigoroso dignificando la barbilla, siempre emblema del poder. Qué belleza, qué elegancia, qué lección del pasado sobre las soberbias del presente.

Las miro y me ratifico. Las cinco cabezas de Tartessos son ya patrimonio de todos, parte de ese patrimonio histórico al que tan poco dinero se dedica y tan poca atención se presta. Ellas vienen a alertarnos sobre la necesidad de financiar la investigación histórica -sea arqueológica o documental- y sobre la obligación de proteger y difundir sus resultados. Más investigación y más protección para descubrir nuestro verdadero rostro: ese es el camino.

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