La imagen me resulta sobrecogedora. Una mujer se sienta en la esquina de la calle en una especie de silla portátil y se quita el velo. Mientras, un par de guardias antidisturbios -parte de esa máquina de agredir que por momentos deja de ser humana- merodean a su alrededor de forma amenazante como perros de presa. No saben bien qué hacer, aunque llevan porras y escudos de policarbonato. Al fin y al cabo, también ellos soportan la gravidez del régimen y la pobreza que genera. Probablemente, también tienen la protesta dentro de su casa, cuando cada mañana su hija marcha velada a la Universidad. La mujer de la silla no se inmuta y, a su modo, les reta, sin hablar y sin mover un dedo: simplemente enseñando su melena. Es uno de los muchos videos que circulan por las redes reflejando las protestas que ha suscitado en Irán la muerte de Masha Amini, la joven arrestada y presuntamente asesinada por la "policía de la moral" (el solo nombre ya me asusta) porque un mechón de su pelo se escapó del hiyab.

Por supuesto, no tengo nada contra el velo islámico e incluso lo he usado alguna vez cuando quería visitar una mezquita interesante. Del mismo modo, tampoco tengo nada en contra de los tatuajes, los turbantes, las crestas de pelo pintado de azul, los pearcings, el cabello corto o largo o rapado o las gorras puestas del revés. Si me apuran, podría decirles que, vistos con una mirada antropológica, cada uno de estos usos representa, al fin y al cabo, el sometimiento de la persona a presiones abstractas vinculadas a la identidad, la contracultura, la costumbre, la moda o la pertenencia a un grupo. Pero son, en cualquier caso y por muy fuerte que sea el condicionamiento, sometimientos voluntarios, que nacen de la decisión individual y no del cumplimiento obligatorio de una ley política o religiosa o, como es el caso, de ambas a la vez. Leyes políticas y religiosas que nacen de los hombres -únicos con verdadero acceso al poder- y que constituyen, en sí mismas, una forma más de violencia de género (esa que también algunos niegan a nuestro alrededor) inadmisible para nuestro tiempo.

Si no fuera por la tristísima realidad contra la que luchan esas mujeres que ahora se retiran el velo y enseñan su cabellera, aplaudiría. Y les confieso que le tengo mucha más fe a esta revolución de las melenas, que nace del hartazgo y la opresión y pone a las mujeres en vanguardia, que a esa otra primavera árabe que hace años pedía democracia por las calles de Túnez con unas manifestaciones en las que los hombres iban delante con las pancartas y las mujeres detrás con los niños cogidos de su mano, mientras empujaban el cochecito del bebé. Si, además, en los videos también vemos a hombres iraníes dispuestos a defender la causa de las mujeres islámicas, a acompañarlas en la lucha por sus derechos, por su independencia y por su libertad, tendremos muchos más motivos para la esperanza.

Y, luego, que cada cual lleve en la cabeza lo que le plazca.

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