¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática
Eusebio Poncela adquirió celebridad, allá por el 82, con Los gozos y las sombras, la serie que adaptaba la trilogía de Gonzalo Torrente Ballester y donde Poncela interpretó a Carlos Deza, señorito linajudo y melancólico, quien se enfrentaba con desgana al dinero nuevo y pujante del armador Cayetano Salgado, representado por Carlos Larrañaga. Este Carlos Deza, cultivado señorín galaico, pudiera ser una prefiguración de aquel Filomeno de Alemcastre que protagoniza, también en la inmediata anteguerra, Filomeno, a mi pesar, con la que Torrente obtuvo el Planeta. Hay otra novela de Torrente Ballester, Crónica del rey pasmado, llevada al cine por Imanol Uribe en el 91, en la que Poncela da vida, nada menos, que al Diablo. Pero no un Diablo malvado y confundidor, sino a un Diablo galán, intrépido y sofisticado, que se presenta al mundo como conde de la Peña Andrada.
Poncela resultó ser un conde soberbio, magnético y encantador que presta un delicado servicio al joven rey, en compañía de un brillante jesuita portugués, el padre Almeida. El rey, Felipe IV, quiere ver desnuda a su mujer, Isabel de Borbón (Anne Roussel), mientras que la corte obstaculiza su deseo, ante el temor de que la concupiscencia real ponga en peligro la llegada de la Flota de Indias. Fernán-Gómez es el Gran Inquisidor, paciente y humanísimo, que se opone al sino áspero y ordenancista del dominico Villaescusa, interpretado por Juan Diego. Al rey pasmado, Gabino Diego, tampoco le dejarán ver los tentadores lienzos del Tiziano, las seis “poesías” mitológicas que encargó su abuelo Felipe II. De modo que a las regias tribulaciones se añaden las cuitas del conde-duque de Olivares (Javier Gurruchaga) para impedir sus designios.
Como era de esperar, los amores reales obtienen su cumplimiento, al tiempo que la flota llega sin novedad a Sanlúcar. Poncela procuró una ligereza elegante, espléndida y burlona a aquel diablo galán de Torrente Ballester. Logrado el encargo, el conde de la Peña Andrada, caballero en su montura castaña, se pierde entre las brumas del alba, camino de Londres. En esa misma bruma nos perderemos todos.
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