Confabulario
Manuel Gregorio González
Narcisismo y política
Todavía no me he repuesto de las barbaridades que sueltan personajillos conocidos cada vez que le ponen un micrófono delante. Terraplanistas, enemigos de la crema solar y hasta convencidos de que nos fumigan desde el cielo con las estelas de los aviones. Lo peor no es que lo digan, sino que se lo amplifiquen todos los medios, como si fueran portadores de una revelación y no de un delirio. Es el pan nuestro de cada día: enciendo la radio, pongo la tele o paseo por las redes sociales y me asalta un desfile de ocurrencias con pretensiones de ciencia. Y si hablamos de política, ya es otro nivel: hay quienes han hecho carrera a base de bulos, fabricando confusión con la misma constancia con que otros fabrican pan. Porque en estos tiempos, basta repetir una tontería las suficientes veces para que acabe sonando sensata.
Vivimos en una época en la que la opinión ha destronado al conocimiento. Platón ya los tenía calados hace 2.500 años: para él, la dóxa, la opinión, era un conocimiento a medio cocer, una sombra del saber verdadero. En su famosa cueva, los opinadores serían esos que, viendo sombras en la pared, se convencen de que dominan la realidad y luego se ríen del que se atreve a mirar la luz.
Aristóteles ya aceptaba que opinar es inevitable, aunque jamás lo confundió con saber. Los escépticos, en cambio, proponían la suspensión del juicio. Pirrón, por ejemplo, habría sido un influencer insoportable de lo prudente: dudaba de todo, pero al menos no contribuía al ruido. Su sabiduría consistía en entender que cualquier certeza puede ser refutada. Siglos después, Helen Longino, filósofa de la ciencia, apuntó en la misma dirección: cuando sólo unos pocos acaparan el altavoz y encima repiten lo que ya sabemos que es falso, no hay conocimiento, sólo eco.
Sandra Harding advertía que escuchar voces diversas no debilita la ciencia, sino que la hace más sólida. El riesgo, añadía, surge cuando damos el mismo valor a todas las opiniones, incluso a las que desafían los hechos. Amelia Valcárcel, desde la filosofía política, completa la idea: el poder tiene la capacidad de transformar su opinión en verdad.
Así que, si juntamos a todos, el mensaje es claro: no toda opinión merece el mismo respeto; porque no hay nada más peligroso que un tonto con un micrófono.
Por eso conviene recordar al viejo Sócrates: “solo sé que no sé nada”. Al fin y al cabo, el conocimiento no progresa con las voces más altas, sino con las más rigurosas. Y, ya que estamos, cedamos el cierre a Walter Lippmann, con una verdad que aún incomoda: “Donde todos piensan igual, nadie piensa mucho”. ¡Feliz jueves!
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