Silla de palco

Antonio Mancheño

La pandorga

23 de mayo 2011 - 09:40

Desde el carrete y un leve giro de muñeca se largaba el cordel, hasta que remontando el vuelo acababa posándose bajo la claraboya azul de la Plaza las Monjas. Se tiraba a compás, subiéndola o bajándola, corriendo junto a ella, observando su tenue zigzagueo y su alargado culebrón de trapos.

Eso era cuando la eternidad nos hizo niños y la ciudad soñaba. Los coches de caballo rumiaban las horas junto a la rosaleda y un aire cadencioso menudeaba entre palmeras. Gozoso el tirachinas afanaba los dátiles y nos saciaba el buche cuando no había manera de "estiricar la perra chica" en el puesto Manué. El cartucho de pipas, los mortuños, avellanas, gamboas, los chochos y garbanzos tostaos regentaban el reino de las chucherías.

En otra esquina de la plaza se aderezaban papas fritas, mientras, la Rubia trajinaba entre la clientela con su lujoso delantal y guardaba distancias con otras freidurías. Su marca el paquetito fue una salutación de meritorio paladar, como lo eran las palomitas del bueno de Ramón López en el quiosco medianero entre la Fuente Magna y la taberna de doña Rosa, punto de reunión de insig-mollateros y mojarras de aquella vieja Onuba.

En el centro, divisando a babor y estribor su corazón urbano, el Templete. Cita para melómanos del Palacio los Pitos, convocaba a un público curioso en la doble función de embeber la batuta del maestro Sarabia y aliviar las vejigas en sus mingitorios. Hecho muy apreciado por la chiquillería y temido por las sufridas vigilantas. Frente a él, la casita del guarda que aún se conserva y en la que el Colorao erigía su autoridad, tras una banda de cuero con escudo de latón municipal y un soberbio vergajo, amansador de imaginarias travesuras. Discretamente aparecían las escaleras del doctor Caracol, guarida de la panda en donde coincidan policías y ladrones, los cromos, lapiceros y gomas de borrar (Milán) de Guillermo Martín con la tintorería Larios, la reja de la Renfe y, al oeste, la consulta dental de Cumbreño, los trajes del maestro Rodés y la estrecha escalera que conducía hasta Benito Cárdenas, dermatólogo.

Casi todo es historia en las caballerizas del palacio y de una larga saga de Medinasidonias, luego reconvertida en suntuosos habitáculos del desaparecido Hotel París, cuyas sombras contempla el pétreo caserón del Banco de España, donde nacieron Paino y Bernardi y los sillares agustinos de Santa María de Gracia con su altiva espadaña. Ya no revolotean los sueños en aquellas pandorgas de caña y papel de manila. Ahora todo es sofisticado y tecnológico. Murieron las farolas de dos brazos con rostros de inocencia perdida. Los coches de caballos, los tritones y el cine de verano son recortes en sepia. Ni los barquillos ruedan entre los cucuruchos de canela, ni las cestas de mimbre encofran pirulines de fresa o de limón. Se ha mustiado el ayer de la memoria.

Hubo otra Huelva, sí, con redes en sus calles, hornacinas, veladores de mármol y biznagas. Del alma azul que la pandorga añora nada queda. La infancia es un espectro del iPad.

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