¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática
No soporto esos programas en los que un grupo de personas se sienta alrededor de una mesa para opinar de todo; cada cual dispuesto a darnos lecciones sobre qué hacer, qué pensar y cómo actuar frente a los problemas del día a día, aunque muchos apenas sepan de lo que hablan. Un cóctel de consejos que a veces suenan a sentido común y otras veces parece una tertulia de bar retransmitida en directo.
Dependiendo de la cadena que sintonices, podrás escuchar más o menos barbaridades. Porque cuando los llamados “expertos” invitados hablan desde una ideología y no desde el conocimiento, lo que se supone que es información se convierte en propaganda disfrazada de debate. Así, lo que debería ser un espacio de análisis se transforma en un ring de boxeo donde importa menos la verdad que el espectáculo.
Opinar no requiere datos ni rigor: basta con tener una cámara delante y un minuto para soltar la frase más rotunda. Cuanto más exagerada, mejor: eso asegura titulares, trending topics y la sensación de que, aunque no sepamos nada, al menos hemos dicho algo.
Yo cambiaría la tónica en este tipo de debates: en lugar de dar por sentado que alguien sabe más que los demás, pongamos todo en duda. Busquemos fuentes fiables, contrastemos datos y abordemos los problemas desde distintos ángulos, sin asumir que hay una única verdad. Dejemos a un lado las ideologías políticas y demos voz a quienes están implicados, a los que viven la situación en primera persona y no solo a los que leen el guion del presentador.
Claro que, si hiciéramos esto, probablemente se apagarían las luces del plató. Pensar, reflexionar o considerar opciones diferentes puede ser mucho menos entretenido que ver a un experto vociferando su versión de la realidad, mientras otro le contradice con igual pasión. Pero quizá ahí es donde realmente podría ocurrir algo valioso: que los espectadores no solo consuman opiniones, sino que aprendan a formarse las suyas propias. Y eso, de repente, sí que sería revolucionario.
Lo que sería realmente necesario es poner en marcha un VAR en el Congreso de los Diputados, pero versión mejorada: un sistema de videoarbitraje que active una alarma cada vez que se diga una mentira o se falte el respeto a otra persona. Imagínense una semana entera de pitidos ensordecedores haciendo vibrar los cristales; seguro que así, por fin, aprenderían algo. No hay otra manera.
El derecho a opinar es legítimo, pero no todas las opiniones son respetables ni válidas, según mi parecer. Así que habrá que poner todo en duda porque la opinión es como el ombligo: todo el mundo tiene uno.
También te puede interesar
¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática
El mundo de ayer
Rafael Castaño
El grano
Quizás
Mikel Lejarza
23:59:59
Voces nuevas
María Fernández
Andalucía en la voz