Cuando leemos una obra literaria escrita originariamente en otra lengua y ahora accesible para nosotros en la nuestra, solemos olvidar el esfuerzo de quien ejerce el noble oficio de trasladar el texto de una cosmovisión a otra. Asume el traductor un papel vehicular no exento de responsabilidad. Tan antigua como la propia historia humana y con ejemplos excelsos (recuérdese la trascendente traducción de la Biblia, la revolucionaria de la Piedra Rosetta o la sublime tarea de la Escuela de Traductores de Toledo, esencial para entender la base filosófica del mundo occidental) su labor ha contribuido como casi ninguna otra a la comprensión de civilizaciones enteras, al intercambio enriquecedor de ideas y valores.

Con frecuencia mal pagado, ignorado por el lector y sometido a la prisa de las editoriales, el traductor tiene que afrontar, además, una crítica feroz: así como el escritor puede permitirse el lujo de escribir mal, él no. Con obsesión malsana, se registran y difunden sus errores. Por el contrario, si realiza a la perfección su trabajo, son raros los aplausos e insólitos los elogios. En cierto modo se le exige desesperanza: su única recompensa ha de ser la gran vanidad de estar a la altura de la valía ajena.

Tampoco es siempre idílica su relación con el autor. Decía Thomas Bernhard que todo libro traducido es "como un cadáver destrozado por un coche hasta resultar irreconocible". Por fortuna, ese desdén no está generalizado. Hay escritores que son, al tiempo, traductores y muchos, que siéndolo o no, agradecen y respetan la complejidad de una misión tan fatigosa. "El diálogo entre el autor y el traductor, en la relación del texto que es y el texto que va a ser, no es apenas -razonaba Saramago- un diálogo entre dos personalidades particulares que han de completarse, es sobre todo un encuentro entre dos culturas colectivas que deben reconocerse". Él mismo concedía que "los escritores hacen la literatura nacional y los traductores hacen la literatura universal".

El buen traductor ha de captar el espíritu de lo que traduce, transmitir la emoción y la energía con la que el original fue escrito, reproducir su agudeza, razón y sentido. Tanto y tan difícil. Sirvan, pues, estas líneas para afirmar el mérito de un oficio arduo y silencioso, insustituible aún por artefactos sin alma, imprescindible, al cabo, para acercarnos a una belleza que, en prosa o en verso, sin él nos resultaría incomprensible.

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