Tengo un compañero que se declara firme defensor de la abstención como modo de expresión política. Promueve activamente que no vaya nadie a votar porque no se siente representado por ninguna de las opciones que hoy se pueden depositar en las urnas. Es más, considera que el día en el que sólo se recuenten las papeletas de los políticos porque no haya más depositadas es cuando empezará a cambiar todo y nuestros representantes reaccionarán ante el hastío y el abandono ciudadano. Ésta es su opción, tan legítima como cualquier otra, pero ante la que estoy en absoluto desacuerdo.

Desde que pude ir a votar por primera vez creo que no he faltado nunca. He votado de todos los colores y en más de una ocasión he optado por dejar el sobre vacío para demostrar con un sufragio en blanco que lo que se presentaba como alternativa de futuro no me convencía nada. Pero, lo dicho, siempre he votado. Creo que quien es partícipe de un sistema democrático, quien quiere que las cosas mejoren o cambien, quien mira al futuro debe ejercer su derecho al voto. Su derecho y su obligación moral.

Durante 40 años en este país no se pudo votar. No existía libertad, no había partidos, no había pluralidad. Había persecución, odio, represalias, dolor, pena y mucho ambiente gris. Fueron décadas en las que tener un pensamiento político estaba prohibido, vedado a una mínima clase dirigente que se consideraba ungida para regir los designios del país. Afortunadamente un 20 de noviembre de 1975 aquello se acabó y se abrieron de par en par las ventanas de la libertad. Yo tenía meses, pero siempre he escuchado con delectación a mis mayores contar la emoción que sintieron al acudir a los colegios electorales a depositar su pensamiento. Con nervios, con la ilusión de la mañana de Reyes, con miedo por si todo se iba al traste. Cautelosos, pero al fin liberados. Y estas historias las recuerdo siempre en días como hoy en los que acudo al lugar que me toca y dejo que alguno de mis hijos deposite mi decisión en la urna. Para que ellos sepan, desde su más tierna infancia, que votar es algo grande, es lo que nos permite diferenciarnos de los monos, es lo que demuestra que hemos decidido convivir en un Estado, mejor o peor, pero libre.

Hoy es día de votar. Yo respeto al abstencionista, pero me parece que su absentismo le resta legitimidad en la crítica. No se puede vivir en la barrera. Un voto puede significar poco en lo cuantitativo, pero en lo cualitativo significa una enormidad. En tiempos en los que el término fascista está de moda, en momentos en los que la amenaza de aquellos que quieren restarnos el valor supremo de ser todos iguales es cada vez mayor, en instantes en los que la democracia misma es puesta en duda por artistas del verbo fácil y la palabra vacua hay que votar. Votar lo que se quiera. Votar azul, rojo, naranja, verde, morado, amarillo o gris marengo. Da igual. Lo importante es votar, expresarse, optar. La vida es tomar decisiones y la del sufragio universal es una de las más importantes. Así que hoy iré con los míos al colegio electoral. Porque lo considero mi obligación moral. Porque no quiero ni imaginarme lo que debió ser estar 40 años sin poder hacerlo.

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