El llanto de Boabdil
La noche
El mundo de ayer
No importó nada de lo que habíamos hecho. Habíamos dejado la tarde del sábado libre para visitar el pueblo y subir luego al mirador, al que llevaba una carretera estrecha y llena de curvas, oculta a veces entre verdes doseles. Habíamos dejado el coche en una explanada de tierra, habíamos entrado en la ermita, admirado el camarín, los sobredorados, los cuadros feos, y luego los húmedos caminos, los rincones oscuros entre aguas gárrulas, las gradas, los árboles tal vez centenarios. Habíamos parado a tomarnos un agua con gas en un barril, y sentados en dos taburetes, apoyados en la baranda, contemplando el largo día dormirse en el valle en las últimas horas de la tarde suave, pensamos que aquel era un lugar hermoso.
Fue entonces cuando vimos al perro. Estaba tumbado en el aparcamiento. Descansaba la cabeza entre las patas. Los coches pasaban a pocos metros de él, y parecía no importarle: se quedaba quieto, alzaba la cabeza, caminaba tal vez un par de metros para volver a descansar. Yo pensé que era el perro de la dueña del bar o el de algún turista. Pensé que pasaba allí las tardes, en su rincón favorito.
Al pagar, nos dijeron que el dueño era un pastor que vivía cerca. Se lo habían regalado hace poco, y apenas lo veía ni cuidaba. Nos dijeron que el perro estaba triste y sucio y con el rostro lleno de garrapatas. Me invadió una pena terrible. Bajamos a estar con él un rato. El perro, de pelo desflecado y gris con parches blancos, no nos dejaba acercarnos. Giraba el cuello cuando oía llegar a alguien, aterrado, y se te quedaba mirando la mano quieta, expectante, listo para huir. Le acercamos unas patatas fritas en una servilleta y no las tocó. Alguien le dejó un túper con comida, y cuando nos alejamos, después de un olisqueo breve, lo devoró en pocos segundos.
Intentamos estar con él y disolver su dolor, responder a su lealtad sin reservas. Pero era imposible, y nos fuimos de allí con un oscuro presentimiento, tristes, callados, oyendo sin ganas la radio, o hablando de lo que fuera para ahogar esa sombra sin nombre que nos habitó de repente, en el lugar donde parecíamos ser felices. Las cosas sencillas pueden también ser las más terribles, las más bellas, las más trascendentales: nuestra naturaleza nos hizo olvidarnos de todo para amar y sanar. Todo se hundió en la noche.
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