Ha debido de pasarme como a la rana de Peter Senge. Todo ha sido tan poco a poco que casi no me he dado cuenta. Ahora reparo en ello. Donde había risas y juegos, ahora hay silencio. Donde había un no parar, un afán constante, ahora, calma y tranquilidad. Barro el suelo y no hay ninguna pieza de Lego ni ningún zapato diminuto de Polly Pocket que rescatar. Ordeno la casa y no hay mochilas por el suelo, partituras en cada mesa o zapatos de deporte que se usaron días atrás. Recuerdo el cansancio y las noches sin dormir, el desvelo cuando estaban enfermos, las tardes en el parque, las sesiones de cine infantil, los juegos de mesa, los deberes, la cartulina que se les olvidaba y los viajes con ellos para que supieran que el mundo entero les pertenece y que es hermoso porque es diverso… Increíblemente echo en falta el desorden del que tanto protesté y la puerta que se abría y cerraba mil veces durante la tarde: al conservatorio, al inglés, al fútbol, al baile, a jugar, a comprar la merienda. Recuerdo los desayunos acelerados, los zapatos lustrados y el pelo bien peinado, la colonia, que no se te olvide el chándal, recoge el chaquetón, lávate los dientes, ¿llevas la flauta?… Me faltan los cinco platos en la mesa y el encargo permanente: no te levantes sin haberte comido la fruta. Recuerdo dejarlos dormidos en sus camas, con sus caritas de ángeles indefensos, y sentarme entonces –exhausta y somnolienta– delante del ordenador, porque tenía que preparar una clase o terminar el capítulo de un libro.

Todo ha cambiado, pero persiste el eco de sus voces y de sus instrumentos en la casa vacía. A veces, me parece que Julia aún toca al piano la Gymnopédie de Satie, que Manuel ensaya el segundo movimiento de la sonata de Brahms y que Laura está en su cuarto desmontando las bombas de su trompa y limpiándola cuidadosamente. No están en el lavabo la caja de colorete o el rimel dejado con las prisas, ni cuelga de la reja de la cocina el TRX. Manuel, te cuidado con la pelota, que me vas a romper las plantas. No vuelvas tarde, avisa si hay que recogerte, con quién vas a salir, no te vuelvas sola, dile a tu amigo que se venga a comer… De repente, todo se ha esfumado. Oigo las campanadas del reloj. Espero que caiga la tarde y, cuando sospecho que ya están en sus casas, lanzo invitaciones para una videoconferencia múltiple. Aunque a kilómetros de distancia, veo sus caras felices y oigo sus voces, que me cuentan los afanes del día, qué han comido, cómo les ha ido, a quién han conocido. Explico una receta, les digo cómo lavar una prenda, comentamos una película o les cuento también mis novedades. Hacemos planes para cuando vuelvan en vacaciones o en un fin de semana. Anuncio lasaña y pollo tikka masala. Se relamen. Pasa el tiempo y nos despedimos.

Los criamos para ser libres e independientes, luchar por sus sueños, tocar el cielo con los dedos y volar. Lo han hecho. El precio es alto: el nido está vacío, pero mi corazón muy lleno.

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