Lo siento, pero no voy a hablarles de la espada de Simón Bolívar. Aparte de que las armas no me gustan, esta, en particular, me interesa poco: hasta tengo dudas de que realmente sea su espada y, desde luego, no tengo ya edad para creer en reliquias laicas. Ni siquiera la exaltación de los líderes va mucho conmigo, así que imaginen lo poco adepta que soy al fetichismo, en cuanto adoración de los objetos. Líderes y objetos tardan casi lo mismo en ser encumbrados o destruidos y, normalmente, unos y otros son utilizados a conveniencia.

Prefiero hablarles de la nariz de Bolívar, ese largo apéndice que, desde siempre, fue señalado por los cronistas como parte prominente y poco agraciada del Libertador y que hace algunos años despertó extraordinariamente mi curiosidad. Fue durante un congreso de Historia en La Habana, al que se había asociado una exposición recopilatoria de los retratos de Bolívar. Me sorprendió comprobar que, a lo largo de su vida, una persona pudiera llegar a cambiar tanto, y, sobre todo, que su nariz experimentara una transformación tan poderosa en aras, contra natura, de su reducción y embellecimiento.

Parece evidente que, desde el retrato del peruano Gil de Castro, pintado en torno a 1825 y que Bolívar reconoció como el más fiel a su imagen, hasta los de Guerin, De la Peñuela o Garay mediaron no solo la fantasía y la admiración de los pintores, sino el proceso de resignificación de un líder al que, además de destreza militar y política, se le demandaba dignidad estética. El acortamiento de la nariz de Bolívar, el despoblamiento de sus cejas y la retracción de su barbilla y su labio inferior no nacieron del paso de los años ni del bisturí de un cirujano, sino de esa operación de estética a la que las culturas políticas someten a sus líderes para contribuir a su popularización, aceptación y resignificación.

La nariz de Bolívar nos ayuda a reflexionar sobre cómo se incorporan a las personas y a los hechos significados distintos según el interés que prevalezca en cada momento o lo que convenga simbolizar. Así, el independentista que tantos quebraderos de cabeza dio a los criollos y españoles colonialistas de principios del XIX se convirtió más tarde en un inmejorable símbolo de la reconciliación y la vocación americanista de la metrópolis y una oleada de monumentos a Bolívar -lógicamente embellecidos y con nariz recortada- cubrió el suelo peninsular. Ocurrió esto, precisamente, durante las dictaduras de Primo de Rivera y Franco y, no en menor medida, durante los primeros años de la transición. Nadie sospechaba entonces que Bolívar también terminaría siendo utilizado por algunos líderes políticos americanos, articulando una asociación contrafactual y ahistórica con algunas corrientes inclinadas hacia el radicalismo de izquierdas. No sé si ahora también las derechas españolas querrán derribar las estatuas de Bolívar o si solo se conformarán con añadirle tres centímetros de bronce a su nariz.

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