Manual de disidencia
Ignacio Martínez
Un empacho de Juanma
Dicen que el universo es infinito, pero quienes andan por el mundo con un bolso o, como yo, con una mochila saben que eso es mentira: el verdadero infinito está ahí dentro. No importa el tamaño ni el contenido. Da igual si creíste llevar sólo las llaves y el móvil. En el instante que los necesitas, ese espacio, en apariencia limitado, se transforma en un portal interdimensional donde los objetos se mofan de las leyes de la física y, a su antojo, van y vuelven de mundos paralelos. Metes la mano con decisión y sacas las cosas más estrambóticas: monedas de países a los que nunca viajaste, una vetusta lista ilegible, un ticket de compra de hace decenios, un almax por supuesto caducado y ese chocante polvo siempre presente dentro de mochilas y bolsos. Buscas las llaves, por ejemplo, pero ellas ya no están: andan de excursión intergaláctica y regresarán cuando les plazca.
La mochila, mi mochila, parece una entidad viva. Respira, se alimenta de tus nervios y disfruta viendo cómo, furioso, repites el ritual del rebusque angustiado. Tiene un puñetero sentido del humor: únicamente permite que la cosa perdida asome cuando ya decidiste rendirte, justo cuando exclamas “¡pero si la revisé mil veces!”.
El enigma se complica –es mi caso– si eres un capricornio de los que llevan su casa consigo y, además, la mochila tiene más compartimentos que un hotel cápsula japonés. Guardas algo para que no se pierda y lo condenas al olvido eterno. Pueden pasar días, meses e incluso años hasta que, buscando otro chisme, reaparece ese pendrive que dabas por muerto, como si retornara de un extraño periplo espiritual.
Quizá el desorden no sea accidente, sino poesía. En cada mochila y en cada bolso hay un pequeño mapa de nuestra vida: recuerdos arrugados, secretos pegajosos, trozos de días que se negaron a irse del todo. Buscar algo ahí dentro es un acto de fe, una aventura arqueológica, una metáfora perfecta del alma humana: caótica, impredecible, pero llena de tesoros que resurgen justo cuando más los necesitamos.
Así que, la próxima vez que no encuentres nada en tu mochila o en tu bolso, no desesperes. Llena lenta y pacientemente tus pulmones, sonríe y recuerda: el misterio es parte del insondable encanto de vivir y acaso, en el fondo, perder cosas es una buena forma de volver a encontrarnos.
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