No hace ni una semana del estreno del Ministerio de Consumo, y ya las organizadores de consumidores han presentado las primera gruesa denuncia por fraude contra 10 compañías eléctricas. Se dirá que estaban con la escopeta cargada…, pero más que una escopeta les haría falta un batallón de artillería. Si hay algo de lo que sabemos los consumidores es de la indefensión ante los continuos abusos y fraudes del mercado, y de la impotencia ante el destino final de la mayoría de las reclamaciones y protestas. Estamos más que acostumbrados a la resignación.

Quiero pensar que la decisión de elevar a rango de ministerio las políticas en defensa de los consumidores, y ampliar sus competencias con la regulación del juego, no es una medida-florero para cumplir con la cuota del Gobierno de coalición. En todo caso, como he leído en algún lugar, está bien que el ministro sea un comunista, porque la pelea contra los abusos del mercado bien puede plantearse en términos de lucha de clases. No se sabe si leyes de protección del consumo que llevan muertas tantas legislaturas sirven realmente para amparar a los que sufren abusos y fraudes, o más bien a los que abusan, defraudan y se van de rositas. Todos los gobiernos han declinado hasta ahora usar su potestad para apercibir, llevar a los tribunales y en su caso sancionar las irregularidades cometidas por las empresas. Solo las organizaciones de la sociedad civil han ejercido durante décadas ese papel de vigilancia. Con este panorama, es lícito tener otras expectativas a partir de hoy.

Del nuevo ministerio depende, pues, promover una normativa más dura contra el fraude y más ágil en la reparación, y regular las actuaciones del Estado y las comunidades. Pero, con ser mucho, no debería quedarse ahí. Porque no se trata solo de proteger a los consumidores, sino de empoderarlos. Puede que las políticas sobre el consumo no revolucionen el sistema ni solucionen graves problemas sociales, como el empleo o la vivienda, pero transforman en lo concreto y tienen una incidencia real sobre la vida de la gente. También hay cada vez más consumidores críticos y conscientes, que demandan información y no quieren ser cómplices de mecanismos de producción y venta injustos o insostenibles. Consumir es un acto político y nuestras compras cotidianas tienen un inmenso poder. El día que entendamos esto, esos cambios que ahora consideramos menores serán los latidos que anuncien otro mundo posible.

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