Quizás la aventura empezó ese día en el que con la mano derecha cogí la de mi madre y, con la izquierda, esa sillita de madera y enea, diminuta, que me había regalado mi abuela. El momento habita en ese lugar neblinoso del pasado en el que se confunden las cosas que recordamos con las que nos han contado, pero es tan claro y tiene tanto detalle que lo tengo guardado, como un tesoro, en el cajón de lo vivido. Iba ese día por primera vez a la "miga", una de esas escuelillas improvisadas que alguna maestra jubilada o alguna muchacha montaba en su propia casa para recoger a los párvulos y darles una primera instrucción. Improvisadas guarderías, a cambio de unas pesetas, las migas entretenían a los más pequeños con juegos, cancioncillas y quizás el conocimiento de las primeras letras. Imagino ese semicírculo mágico de niños y niñas, cada uno en su sillita y con la "seño" en medio, como un maravilloso aquelarre de babas y mocos donde ya, desde el principio, se aprendía. Luego, dice mi madre, pedí ir al colegio, con y como mis hermanas, a las que veía partir cada mañana uniformadas, repeinadas y oliendo a colonia a ese sitio de mayores del que volvían sabiendo tantas cosas. Poco más de tres años tenía y caí, así, en manos de unas monjas vestidas de blanco inmaculado que lo mismo curaban enfermos que instruían niñas en un pequeño colegio situado enfrente del Hospital de La Línea. No existían entonces ni edades mínimas, ni otras normas, ni otras tontunas pedagógicas que no fueran las de enseñarle a un niño lo que ansiaba aprender y, de esa forma, me enseñaron a leer, a escribir, a hacer cuentas y a situar en el mapa de colores que colgaba junto a la pizarra eso que ellas llamaban las "Provincias Vascogandas".

Luego la escuela siguió en mi vida, como si se tratará de una escalera invisible por la que iba subiendo mientras pisaba los ordinales de la EGB, con cambio de ciudad, con escalones que subí a veces de dos en dos, y pasando a la escuela pública de los Hermanos Pinzón, con su uniforme de falda gris y jersey azul marino y su rigurosa doctrina de la Sección Femenina. El colegio no me entusiasmaba en exceso, pero tampoco me disgustaba. En no pocas ocasiones me aburría y me reprendían por bostezar en clase. Pero, por encima de cualquier aburrimiento, lo cierto es que, llegando el mes de septiembre, yo adoraba el olor a nuevo de los zapatos colegiales, el arcoíris impecable de los colores Alpino y el aspecto flamante y virginal de los cuadernos. Pocas cosas me gustaban más que sentarme al lado de mi padre y observar, boquiabierta, la maestría y cuidado que ponía en el forrado de los libros, demostrándome con gestos tan sencillos el altísimo valor que daba a esos libros que él no pudo tener.

Si no fuera por mi convicción de que la educación es un derecho inalienable del ser humano, me atrevería a decir, sin miramientos, que es también el mayor privilegio que podemos recibir.

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