Ni tampoco profesional de la Informática", podría añadir mi madre a la famosa frase de Carlos San Juan. Ama de casa de toda la vida, a sus 92 años, ella es también una de las afectadas por esta lucha desigual entre los mayores y la tecnología digital. La cita del médico, la de la vacuna, la solicitud de cualquier ayuda, un cambio en los recibos, la testamentaría de mi padre… todo pasa por el uso de un ordenador con conexión a internet. Pero lo peor de lo peor, son los bancos. La sustitución de la tradicional libreta de ahorros, donde a un golpe de vista aparecían descritos todos sus gastos e ingresos, por una tarjeta de plástico ha sido todo un trauma alienante para ella. Ahora, los movimientos de su cuenta solo se pueden ver a través de una app que, lógicamente, requiere tener un smartphone con conexión de datos y dos contraseñas. Como ustedes podrán imaginar, se lo hago yo todo desde mi móvil y la voy informando. En uno de sus bancos, por el uso obligatorio de esta app, le cobran sesenta euros anuales. En otro, la comprobación de su identidad se realiza a través de un complejo sistema de reconocimiento facial que me ha supuesto registrarla en una web -oh, todos los hados contra mí- que no reconocía la "ñ" del apellido de mi padre, descargar e instalar un sofisticado programa y llamar varias veces a la central para seguir las instrucciones que un empleado me iba trasladando a través de innumerables pasos. El momento en que mi madre tuvo que colaborar para que se produjera el reconocimiento facial a través de la pantalla ya forma parte de la historia de mi familia por el paso experimentado de la risa a la desesperación y las ganas de llorar.

En cambio, cuando ella tiene que firmar algún documento, su presencia física se hace inexcusable y eso comporta poner en pie una complicada intendencia familiar que obliga a que dos personas, al menos, se tengan que pedir el día libre para poder trasladarla, ayudarla con su dificultosa movilidad y acompañarla en sus gestiones, de las que vuelve agotada. Viviendo este día a día, no quiero ni pensar el problema descomunal que todo esto representará para las personas mayores que, tristemente, no tienen cerca a familiares que las ayuden.

Así están las cosas. Mal vamos si el necesario proceso de digitalización de la sociedad se olvida de las personas de otra generación que ni están familiarizadas con la tecnología ni tienen por qué estarlo por su avanzada edad. Se corre el riesgo de que la digitalización no sea realmente un instrumento de modernización que facilite la vida de las personas, sino, ante todo, la parte alícuota de un proceso de deshumanización y una estrategia para el abaratamiento de costes, reduciendo la atención al público. Una vez más, el progreso material que no va acompañado de integridad moral y responsabilidad social acaba en una injusticia que, precisamente, se ceba sobre los más vulnerables: la gente mayor, la gente sola y la gente de las zonas despobladas.

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