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Se dice que Miura afirmó: “Quien solo quiera ver arte en los toros, que se vaya al ballet”. Esta afirmación, desde el respeto a otras artes, alcanzó la cima de lo que significa el toreo, la tarde del pasado martes en Málaga, cuando un torero de aquí, triguereño, por más señas, elevó hasta lo sublime las virtudes necesarias para ser torero. Y digo solo torero para no utilizar otro término que ponga en evidencia la ausencia de criterio y la falta de afición, más allá de lo puramente empresarial, ¿todavía no han captado lo que este torero les queda dar?. Si es así, su catalogación para el negocio es tan baja como grande es la categoría demostrada por el torero.
Estuve allí, en la plaza con mi hermano y un grupo de amigos del Mache, “auténticos sabios del arte taurino”.
Todos, salimos aturdidos de la plaza y eso que son centenares de corridas de toros presenciadas y algunos de ellos incluso lo saben por haber vestido de luces. Digo aturdidos porque costaba discernir, la emoción del valor, la honestidad de la gallardía, la técnica del conocimiento… conseguido el triunfo ante un marrajo, con dos navajas por pitones, no se escondió en su segundo. Un lote que como dicen los clásicos: “olía a hule”, pero tenían delante a alguien con un valor auténtico, natural, sin imposturas ni concesiones a la galería porque era un valor no exento de técnica, de arte y mucho conocimiento que se resumen en su único precepto, David de Miranda, nos enseñó a todos –televisión incluida- lo que es la “Verdad del Toreo”.
Una manera de afrontar las dificultades que presentaba el morlaco, propio de figura histórica que, ante miles de espectadores entregados, enloquecidos, por la intensidad de lo que vivíamos, nos demostró como se construye desde lo efímero de un muletazo, una faena, una estocada… todo un respetuoso homenaje al valor desde la locura que es el jugarse la vida, conscientemente, con utensilios de percal y franela.
Estuvimos allí, nos emocionamos y nos dimos cuenta que, ante todos, no destacaba por su superioridad, como dijera Tierno Galván del toreo, que consiguió, un mes antes, el sol del equinoccio penetrante en el Dolmen de Soto, se mantuviera en la noche malagueña.
Y es que el maestro del que hablamos, ese torero, se llama David de Miranda y es de Trigueros.
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