Levantarse

El mundo de ayer

En un vídeo de hace unos años, un niño responde las preguntas del adulto que sostiene la cámara. Nos cuenta que en su tiempo libre le gusta jugar al fútbol y pescar, y que saca buenas notas. Tendrá unos diez años. Habla con tranquilidad, como si para él fuera lo más normal del mundo decir lo que también dice, como si simplemente estuviera contando algo que ha ocurrido ya: le gustaría ganar Roland Garros y Wimbledon.

Se reconoce a Carlos Alcaraz no sólo en esos rasgos que pronto la madurez y el ejercicio esculpirán, sino tal vez en ese aura de niño normal, para el que ser el mejor implica entrenar, correr, estirar, golpear y golpear y golpear, pero nunca sufrir, porque encara el deporte como lo hace en la vida, pasándoselo bien, estando con sus amigos, haciendo cosas de crío, sin renunciar a lo que ha sido siempre cuando suelta la raqueta.

Tal vez eso mismo sea lo que hace de este tipo normal un mirlo blanco. El pasado domingo, cuando llevábamos delante de la tele casi tres horas, el chico que pescaba miró a la grada, donde estaban su entrenador y sus padres, y alzó el puño, como si celebrara una victoria, como si supiera que todo aún era posible, mientras al fondo de la pista restaba el mejor jugador del torneo, Jannik Sinner, que no había cedido un set en todo Roland Garros, que había ganado los dos primeros de esta final y que tenía tres bolas de partido. Todo esto es otra forma de decir que media España había quitado la tele y que Sinner parecía ya posar para las cámaras. Pero el niño nos mira de nuevo y dice, con la misma calma, que esto no ha acabado, y salva una y otra y otra, y fuerza el iguales, y gana el juego, y luego el set. Para entonces esta ya era una de las mejores finales de la historia.

Pasé gran parte del quinto y último set de pie, como hice muchos años antes, cuando Alcaraz era un crío, mientras Rafa Nadal vencía en un agónico encuentro a Roger Federer en la inexpugnable hierba de Wimbledon. Y acabé tirándome al suelo con el último drive en carrera, como hizo Alcaraz en la arcilla de la Philippe Chatrier, mientras Sinner quedaba congelado, como si su alma hubiera abandonado su cuerpo y habitara ahora el pasado, esos tres puntos de partido imposibles de remontar. Y me levanté con una sonrisa en la cara. Levantarse es un verbo muy bonito.

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