El Ahora que nadie nos oye, les confieso que muchas veces yo también tengo tremendas ganas de darle a alguien una buena guantá -como se decía en mi pueblo cuando yo era chica-, un cachete, un guantazo, una bofetada, una galleta, una torta, un sopapo, una morrada, una chuleta, un bofetón sonoro, en fin, o lo que viene siendo, a fin de cuentas, una hostia con la mano abierta.

Me entran ganas de dársela al señor que se cuela en la cola de la pescadería con toda su cara y al que aparca en el sitio de los minusválidos sin serlo; también al que deja el coche en doble fila y se va tan campante a hacer sus cosas y al que conduce después de beber, jugándose su vida y la de los demás; no menos al que saca a pasear al perro y no recoge sus excrementos y al que deja la bolsa de la basura mucho antes de la hora prevista por el ayuntamiento. Se la daría al que tira los papeles al suelo aun estando a dos metros de la papelera y al que arroja la colilla del cigarrillo por la ventanilla mientras conduce por la carretera. También le daría una buena hostia al que no coge bien la rotonda y, encima, pita y al que le paga al fontanero sin factura. Una buena hostia con la mano abierta me parece que merece quien, al mismo tiempo, pide que le bajen los impuestos, pero protesta de lo que le tarda la cita del otorrino, y al que, después de haber aplaudido a las ocho de la tarde, ahora vocifera contra médicas y enfermeros. Yo le daría una buena hostia al que rompe el mobiliario urbano y al que pone comentarios políticos en el grupo de whatsapp del colegio. Otra hostia con la mano abierta la reservaría para el que todo lo consigue con una llamadita a algún amigo o para el que despotrica del ecologismo, pero ahora se queja del precio de la gasolina. Con todos mis respetos, también le daría una hostia al que se cree que sabe de Historia porque ha visto The Crown.

Se podrían repartir hostias a diestro y siniestro todos los días. Por dar hostias, yo se las daría también al que se acuerda de Santa Bárbara solo cuando truena, al que insulta, al que maltrata, al que traiciona, al que engaña y al que abandona; se las daría al que defrauda y al que todo lo hace solo por dinero; se las daría al que no escucha, al que no se compadece y al que no mira más que por lo suyo; al que ensucia, al que desprecia y al que calumnia, al que solo se mueve por interés espurio y al que no tolera, no respeta o no empatiza.

Como ven ustedes, ahora que nadie nos oye, podría pasarme el día entero repartiendo hostias. Pero, como tantas otras personas, no lo hago. Una línea sutil separa a los que dan las hostias (tengan o no razón) de los que las guardamos en nuestro interior, las digerimos, las procesamos, las metamorfoseamos, nos reímos de nosotros mismos y las transformamos en otras cosas. Esto podría llamarse educación o civismo, pero también filosofía e, incluso, religión. En el fondo, solo se trata de igualar al otro, si acaso, por arriba y nunca por abajo.

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