La primera vez lo matamos por no hacer nada, por indiferencia, por haber perdido la humanidad. René Robert tuvo la mala fortuna de caer inconsciente en una calle de París mientras daba un paseo. No le ocurrió en un parque solitario o en un callejón sin tránsito. Le pasó en una calle céntrica y concurrida llena de bares y comercios, frecuentada por numerosos vecinos y turistas hasta horas muy avanzadas. Aun así, nadie lo vio. O, mejor dicho, todo el mundo lo vio e incluso puede que muchos tuvieran que levantar su pie para no tropezar, pero nadie se preocupó por saber qué le ocurría. La noticia que recorre el mundo es que un fotógrafo famoso ha muerto congelado en la calle porque se le ha tratado como a tantos otros seres humanos que viven sin un techo, que pasan la noche en un banco o un soportal, debajo de cartones o de una manta raída. La "no noticia" es que miles de personas mueren de la misma forma cada día en el mundo y que hemos conseguido sobrellevar esto con proverbial naturalidad. Seguro que los viandantes de la calle Turbigo, al ver a Robert tumbado sobre el acerado, pensaron que era un hombre anónimo más, probablemente abatido por la borrachera o la droga. Si llevaba su habitual barba descuidada y su conocido pañuelillo de lunares al cuello, seguramente pensaron que era uno de esos ilegales que nos invaden perturbando nuestro atrincherado confort. La conclusión inconsciente siempre es la misma: él se lo habrá buscado.

Parece que quien llamó a los bomberos fue "otro" sintecho. Él sí sabía distinguir entre la muerte y el sueño, entre la lividez de la hipotermia y la que da la mala vida. No sabemos su nombre: ni por ser el único que demostró humanidad hemos sido capaces de sacarlo del anonimato. Y, por eso, hemos matado a Robert por segunda vez.

Luego, lo hemos matado por una vez más, a golpes de lo escrito en el contenedor gris (el de los desechos no reutilizables) de las redes sociales. Ahora todo el mundo se lamenta, habla de la deshumanización de la sociedad y se indigna por lo mala que es la gente. Incluso he leído a alguien que decía que hay que ver cómo son los franceses, que esto en España no ocurriría (el nacionalismo patrio nunca dejará de sorprenderme). Ni siquiera ha servido la tristísima muerte de Robert para que todo esto lo conjuguemos en primera persona. Porque, salvo alguna gente enorme que se ocupa en silencio de los sintecho y que lo hace sin reciclar su activismo para otros usos, todos nosotros pasamos por delante de las personas que viven en la calle pensando como que no podemos hacer nada o como que tenemos también nuestros propios problemas o como que deben ser las autoridades las que se ocupen de ellas.

Hemos cometido, en fin, tres homicidios: el de la deshumanización, el del desprecio y el de la hipocresía. Pero el delito es único: no queremos que los problemas de los "otros" también sean los nuestros.

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