Por qué lo hacemos tan mal

30 de agosto 2023 - 06:00

Fíjense cómo es la cosa que 18 años es el tiempo que pasa desde que naces hasta que te haces mayor de edad. En 18 años da tiempo a que te pase casi de todo: aprendes a comer, a andar, a jugar, a soplar la velita, a hablar, a contar, a leer, a escribir, a estudiar, a hacer la comunión -o no-, a tener la primera novieta (o el primer noviete, no me sean), al primer botellón…

Dieciocho años es un montón de tiempo, y es justo todo el que tuvo que pasar hasta que los onubenses pudimos ver por primera vez los restos de la primitiva muralla de la ciudad desde que fueron descubiertos en las obras de un edificio en San Pedro en 2003. Por entonces se decidió que la solución pasaba por que los restos arqueológicos se mantuvieran en el sótano del inmueble, integrados en la edificación y expuestos, protegidos por un cristal, en el local comercial que se situaría en la planta baja.

Así fue: en 2021, esta vez en un súper, nos ponían de nuevo nuestra historia bajo un suelo de metacrilato. Si ya era difícil seguirle la pista a la domus romana de Sfera dejándose el cuello y la paciencia tratando de mirarla a través de un suelo que debería ser transparente, entre percheros llenos de vestidos o abrigos en oferta, imagínense lo que es hacerlo rodeado de sanjacobos, loncheados de chóped y mortadela con aceitunas, latas de refrescos, paquetes de patatas fritas, reponedores, palets y marujas y marujos empeñados en coger el bote de kétchup antes que tú.

Dice mi admirado Diego Ruiz Mata, catedrático de Prehistoria y uno de los más reconocidos arqueólogos de Andalucía, que no hay nada malo, más bien al contrario, en integrar unos restos arqueológicos bajo un suelo de cristal (o metacrilato, tanto da). No seré yo quien le quite la razón. En teoría no parece una mala solución, o como mínimo es mejor que enterrarlos bajo un metro de cemento, pero la realidad es que lo de la tapa de cristal no funciona, por muy buena idea que parezca. Dos años después de la apertura del supermercado y veinte desde el hallazgo, allí ya no hay quien vea nada. El suelo está, de arañado, más opaco que unas oposiciones al Kremlin, y en algunas zonas está agrietado e incluso roto.

En cuanto nos descuidemos, la visita vamos a tener que hacerla con casco y arnés, como en el Caminito del Rey. Quién sabe, a lo mejor así va alguien a verlo. Para colmo, la humedad de las máquinas de refrigeración y la luz de las lámparas “ha propiciado la aparición de plantas y verdín”, como ha denunciado Andalucía por sí, lo que puede afectar, ojo porque esto es serio, a la integridad del yacimiento. No sé quién tiene que arreglar este despropósito ni cómo deben hacerlo. Desde luego, no creo que sea una responsabilidad exclusiva del supermercado en cuestión, que al fin y al cabo ha hecho lo que le dijeron. Supongo que no se hará nada, que es lo que suele pasar aquí, pero nuestro peor problema no es ese, sino que nadie se pregunte por qué los pocos intentos de integración de restos arqueológicos en esta ciudad han resultado ser un fracaso. Por qué nadie se plantea siquiera cómo es posible que lo hagamos siempre, todo, tan horriblemente mal con nuestro patrimonio.

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