Habitación 362

11 de diciembre 2025 - 03:07

Cuando una cumple años no quiere flores ni su perfume favorito. Lo que quiere es pasar un fin de semana en un buen hotel con albornoz y zapatillas, desayuno incluido y un paseo para disfrutar de ese atardecer atlántico del que estamos tan orgullosos aquí en el sur. Por eso reservo con tres meses de antelación mi propio regalo de cumpleaños, para que no haya sorpresas.

Ese día llegó y pusimos rumbo a nuestro paraíso elegido. Llegamos, descargamos las maletas y entramos en ese maravilloso hotel a través de unas puertas giratorias, sin saber que nuestro mundo iba a girar también. Un árbol de Navidad de dos pisos de altura, lámparas enormes y sofás tan largos que nos hicieron sentir figurantes en una película de gigantes. Nos entregaron las tarjetas agradeciendo nuestra visita y nos indicaron que, a la vuelta del pasillo, a la derecha, estaban los ascensores: tercera planta, habitación 362. Entramos en el primer ascensor que vimos y ahí empezó nuestro viaje.

Llegamos a la tercera planta, recorrimos tres kilómetros de pasillo y la última habitación era la 340. Volvimos a hacer esos tres kilómetros de vuelta y abrimos una puerta que nos llevó a otra dimensión: cientos de colchones apilados, útiles de mantenimiento y un carrito con algunas bolas rotas del árbol de Navidad. Seguimos por otro pasillo igual de largo, no se veía el fin, y yo sentía que me habían salido canas nuevas, había pasado la Navidad, el fin de año, los Reyes y aún me quedaban muchos años por cotizar.

Encontramos el ascensor, bajamos y nos dimos cuenta de que había tres ascensores: el A, el B y el C. ¿Cuál sería el nuestro? Pues el C no era. Empecé a imaginarme a Matías Prats en el informativo de las nueve: “Desaparece una pareja de españoles dentro de un hotel del Algarve. Esperemos que aparezcan para el desayuno, lo tienen incluido; porque, ya se sabe, el hambre agudiza el ingenio”.

En una dimensión paralela yo estaba con el albornoz puesto, tomándome un café en la terraza, al sol, y sintiendo la brisa marina sobre mi piel. Escuchaba cómo rompían las olas desde la dimensión de película de bajo presupuesto en la que estábamos atrapados, recorriendo pasillos vacíos y las camas por hacer. Me imaginaba a mi sobrina ya mayor, yendo a la universidad, con la foto de su tía desaparecida en la puerta del frigorífico de su piso alquilado.

Al final esto no está tan mal: tenemos agua caliente, comida y un disco duro con series y películas. Sabemos que algún día encontraremos la salida y podremos volver a casa. Que alguien vaya a regarme las plantas. ¡Feliz jueves!

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