El gran robo del tren

07 de mayo 2025 - 03:08

Malo Malone se acicalaba el flequillo con su viejo peine de acero inoxidable, mirándose al espejo con intencionada picardía y esa sonrisa maliciosa que solo se le aparecía cuando las cosas le salían bien. El buen humor le rejuvenecía el rostro, que en otras circunstancias se le vería arrugado y sucio, curtido en tantas batallas que se le podían leer a legua en los ojos, como quien ve una pantalla de cine, el escepticismo y la sabiduría de vaquero veterano. Desde su habitación oía el murmullo de los que, sorprendidos, iban contándoselo los unos a los otros, y aquello le alargaba la sonrisa, aunque no quería lanzar las campanas al vuelo hasta no estar completamente seguro. Pensaba, divertido, en cómo se estarían tomando el robo el viejo sheriff -ahora congresista- Cross y el comisario Bridge. Si también ahora, cuando todo el Condado se veía en las mismas en que habían estado ellos desde hacía décadas, guardarían el mismo silencio de siempre o si, por el contrario, esta vez harían algo al respecto. Por fin, los muchachos de la prensa empezaron a vociferar sus titulares por las calles de Onutown: “¡Extra, extra! Gran robo en la Rail Company. Miles de ciudadanos permanecen perdidos en la Gran Pradeeraaa”, canturreaban, justo cuando Malone se estaba colocando el sombrero y abría la puerta del motel. Se acercó a uno de los chiquillos, le dio unos cuantos centavos y cogió un ejemplar del periódico de la mañana, que esas cosas, se dijo, son mejores en papel. Al parecer, unos cuatreros habían robado material de las vías y multitud de viajeros de la Rail Company habían quedado abandonados en mitad de la nada, a merced del sol abrasador y las frías noches del desierto. Se hablaba incluso de una banda organizada, aunque había quien insinuaba que podrían haber sido los propios sioux, o incluso los apaches, habilidosos ambos con el sabotaje cuando había que malmeter. Eso era, al menos, lo que iban contando ya algunos bailaguas del Gobernador. Los otros, al contrario, andaban achacándole a Bridge todo tipo de males, propios y ajenos, a la espera de que en una de esas se viniera abajo y dejara de apretar tanto el gatillo. El viejo vaquero, con la misma sonrisa con la que había amanecido desde que escuchó los primeros rumores sobre el robo, dobló el periódico en dos, se lo colocó bajo el ala, encendió un pitillo y siguió caminando hacia la estación. Estaba disfrutando todo aquello. No había sido él, claro. Lo juraría ante el mismísimo diablo si hiciera falta. Pero cómo le hubiera gustado haberlo hecho. Haberles dado de su propia medicina. Recordarles que así, con ese susto permanente en el cuerpo, era como las pasaban en Onutown cada vez que se subían a la diligencia. Abrió la portezuela, dio los buenos días a los demás pasajeros y se sentó en el sitio de costumbre, a verlas venir. El vehículo echó a andar con el traqueteo detestable de siempre y a Malo se le empezó a desdibujar la sonrisa, que se iba pareciendo cada vez más a una mueca triste, amarga. La de quien sabe que la de esa mañana era solo una casualidad efímera y que, más pronto que tarde, todos volverían a viajar felizmente en sus bonitos trenes mientras sus paisanos seguían atados de por vida a aquel infame carromato sin que nadie se acordase de ellos.

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