Paisaje urbano
Eduardo Osborne
Ussía, del humor a la ira
El camino de casa al cole discurre entre dos plazoletas, una antes y la otra después del enorme edificio administrativo de la Junta en Zafra, que está cercado, a los lados, por dos grandes calles aceradas. Todo junto forma una pequeña cápsula urbana, un entorno práctico y seguro por el que cada mañana, y a mediodía, los niños van y vienen con su habitual charlatanería y sus correteos, y que por las tardes se transforma en una inmensa zona de juegos donde ellos se divierten y sus padres a ratos juegan y a ratos matan el tiempo en animadas charlas los unos con los otros, que si el profe que si los deberes que si el examen que si la excursión. Como si fueran un refugio atómico, fuera de las plazoletas, ajena a lo que ocurre dentro, la vida transcurre a una velocidad diferente. O quizás sea al revés, y es la vida en las plazas la que corre a su aire. El otro día, paseando por allí, me percaté de un detalle muy curioso en el que no había caído nunca hasta entonces: en cada una de las dos plazas suceden cosas diferentes. En la primera, la que está más cerca del cole, juegan los más pequeños. Venga bicis, venga carreras, y el griterío y los llantos propios de esa edad límbica en la que ya no son bebés pero todavía no son niños. Poco a poco, a medida que van creciendo, los hijos y sus padres se van desplazando hacia la otra plazoleta, la que está más lejos, para tomar el relevo de los que les antecedieron y dejar sitio a los que vienen detrás. Allí hacen cosas nuevas: sacan los trompos o las cartas, juegan al escondite, al fútbol y a los días de la semana subiendo y bajando las escaleras o se ponen a ver Youtube en el móvil del padre. Tiempo después empiezan a ir y venir por las aceras de izquierda y derecha, procurando no pasar demasiado tiempo cerca de los adultos, y luego se van más arriba y más lejos: llegan hasta el kiosco de la avenida, y otro día van al chino que hay unas calles más allá, y, cuando te vienes a dar cuenta, de repente están solos camino del centro o de donde les lleve el impulso de esa extraña fuerza centrífuga que los empuja hacia afuera desde aquel refugio seguro en el que jugábamos. Allí, a veces, los hacía volar. Les daba vueltas, agarrados a mis manos, girándolos en círculo, cada vez más fuerte y más rápido. Era divertido verles las caras. Todavía creo sostenerlos. Incluso los siento, agarrados a mí, pero en realidad hace tiempo que se me empezaron a escurrir de las manos. Y no quiero soltarlos, ¿sabes? Claro que quiero que salgan disparados a esta aventura maravillosa que es la vida, y que vuelen todo lo alto y lo lejos que puedan, pero me da miedo. No quiero que se olviden de mí, del tipo que se ha quedado en la plazoleta mirando cómo se alejan.
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