En este perro mundo

Pablo Sycet Torres

Todos los fuegos del fuego

A pesar de lo fértil que siempre fue su imaginación e, incluso, su capacidad de aventurar los trazos de su futuro, que es nuestro presente de hoy, cuando Julio Cortázar decidió titular Todos los fuegos el fuego aquella colección de cuentos que publicó en 1966 justamente como el último de ellos, no podía imaginar que en el corazón de esta vieja Europa que habitamos, en la que él vivió los mejores años de su vida y escribió sus obras más deslumbrantes, ya llevamos más de un año desayunando cada mañana una nueva ración de guerra, con lo que la crónica de la invasión de Ucrania por parte del ejército de Putin se ha terminado por convertir en algo tan cotidiano como la mantequilla que le untamos a la tostada para romper el ayuno de la noche que ya quedó atrás.

En Todos los fuegos el fuego, ese cuento de título tan cargado de oscuros presagios pese a estar iluminado por el propio fuego que contiene, el escritor argentino fue trenzando dos realidades muy separadas en el tiempo, una de la antigua Roma de los centuriones y los gladiadores que llegó a mi vida a través de las películas de romanos que iluminaron las fantasías de mis años de infancia, y la otra condensada en unos posibles coetáneos del narrador que bien podrían ser nuestros vecinos de al lado, embriagados con los efluvios de esta primavera que ya se ha consolidado plenamente, ajena a todos los conflictos y vaivenes de este perro mundo

Pero este largo año de una guerra que ha colmado día tras día los informativos de todas las cadenas de televisión, nos ha ofrecido pocas imágenes de los bomberos combatiendo todos los fuegos provocados por las bombas, a pesar de que sin su presencia esta guerra sería muy distinta de la que retransmiten los reporteros desde un infierno que conjuga a bombas y bomberos con todas las personas del verbo. Y justamente ha sido la coincidencia ortográfica de estas dos palabras que nombran y representan realidades tan opuestas, y a la par tan complementarias, la que realmente me ha obsesionado estos últimos días en que, dado que la guerra parece librarse muy lejos de nuestras ciudades, aquí nos hemos enfrascado en discutir sobre la conveniencia de que sólo tan solo lleve su tilde diacrítica cuando quien escriba lo encuentre oportuno, llevando a su máximo extremo esas dudas del lenguaje que pueden convertir un adjetivo en adverbio, o viceversa.

Y mientras aquí seguimos de tilde en tilde, la guerra continúa su curso de una manera tan obsesiva, por su cotidianidad, que ha logrado desplazar de la parrilla de todas las cadenas de televisión aquellas películas bélicas que tanto éxito tenían en otro tiempo, cuando creíamos que las guerras ya eran tan lejanas que nos parecían ficciones. Como en un par de semanas, cuando los centuriones regresen a nuestras pantallas, un año más.

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