
La firma
Antonio Fernández Jurado
¿Un país roto?
Una de las primeras decepciones de mi vida me la dio el ratón Pérez. Fue en verano, en El Rompido, así que supongo que por eso no vino. En aquel tiempo, digo yo, todavía no daría servicio en zonas de playa, el ratoncito. Total, que la noche anterior me acosté con un diente bajo la almohada y la esperanza de que el maldito roedor me lo intercambiara por pasta, pero mi gozo se dio de bruces en el fondo del pozo cuando a la mañana siguiente comprobé que la transacción no se había llevado a cabo. Qué disgusto me llevé. También os digo, eso sí, que como no tenía la más mínima intención de quedarme sin el dinero que me correspondía aproveché que aún no había nadie despierto en casa para llegar a hurtadillas hasta el salón, estirarme hasta el monedero de mi madre y pillar un billete de veinte duros. Supongo que, como en casi todo, con la edad uno va llenando el saco también de decepciones. Es parte del juego: a más años, más experiencia, más arrugas, más sabiduría, más canas y más de casi todo. O menos, según. La cosa es que ya las vas notando menos, imagino que porque las decepciones que ya están en el saco van amortiguando el ruido de las nuevas al caer. La del ratón Pérez fue la primera y el viernes pasado me llevé la, de momento, última decepción de mi vida. Sobremesa reivindicativa, soltando discursos incendiarios a mis hijos para explicarles el tema, justificándoles por qué era importante haberlos levantado del sofá y arrebatarles la Play y la tablet. Por qué un viernes a la hora de la siesta no estábamos de siesta, sino de camino a una concentración en la que, les decía, seguro que les explicarán todo mucho mejor que yo. Vamos, que iba yo con mis deberes hechos. Cabreadito de casa, preparado para el lance, puño en alto, garganta dispuesta… lo llevaba todo menos el mechero, que visto lo visto era lo que más necesitaba. Ineliduble en cualquier concierto que se tercie, que es lo que resultó aquello. No tengo nada contra Rafa Púas, que conste, ni contra los cajones de Pepote, pero estoy seguro de que muy pocos de los miles (no los suficientes) de onubenses que estuvimos allí esperábamos eso de una concentración que prometía ser reivindicativa, potente, definitiva, y que acabó siendo una fiesta de la nada. Por no haber no hubo ni mensaje. Bueno, sí, que se leyó un manifiesto. O más bien se susurró, porque no lo escuchó nadie. Fue un manifiesto miedoso, como de quien no se lo cree. Me fui del Paseo de la Ría con la sensación de que el 4M había sido una oportunidad perdida, pero creo que en realidad solo fue un ejemplo más de la Huelva acomplejada, la que tiene que pedir permiso hasta para hartarse. Tan ensimismada en sus playas, en su sol, en sus gambitas, su jamón y en lo guapísima que es que cuando vuelve en sí descubre que le han robado otra vez la cartera, como un servidor le tangó los veinte duros a su madre. No me castigues por aquello, mamá, y prometo que iré a la próxima concentración, como he hecho siempre, y esa será la buena. Palabrita que será la de verdad. Te lo juro por el ratón Pérez.
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