¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
La nueva España flemática
Supongo que alguna vez les habrá pasado que se les mete una canción en la cabeza y no hay manera de sacarla. Es verdad que en ocasiones la cosa no trasciende y se queda en un rato corto, pero hay veces que ni trepanándose uno el cerebro consigue quitársela de encima. A esas cosas se las llama gusanos musicales o, más técnicamente, imágenes musicales involuntarias. Cuando escuchamos una canción pegadiza, nuestro cerebro, que procesa la música como un patrón, trata siempre de predecir lo que viene a continuación, y esa expectativa puede mantenerse activa incluso cuando ya no suena. Los científicos creen que es un fenómeno similar a cuando repetimos un número en la mente para no olvidarlo, solo que en vez de números, lo que se nos queda atrapado es un fragmento musical. Hay estudios sobre eso, por supuesto. El último, realizado en Finlandia, analizó la prevalencia de los gusanos musicales y concluyó que la mayoría de las personas los experimenta semanalmente. El mío de esta semana han sido las coplas de la Virgen.
Las escuché, por primera vez en mi vida, el jueves pasado en la Concepción. No soy yo de mucha iglesia, pero con esto de la Magna he estado paseándome por unas cuantas, y en aquella, precisamente esa tarde, tocaba misa ante la Virgen de la Peña, y resulta que allí estaba yo, rodeado de puebleños, sin saber muy bien dónde me estaba metiendo, cuando empezaron a cantarlas: “Por dónde pasa un puebleño, se conoce por la huella, porque va dejando el rastro de la Virgen de la Peña”, y con ese cante a coro, que sonaba tan sereno y tan compartido, me llevé la primera sorpresa de un fin de semana en el que he aprendido más de Huelva que en el resto de estos 50 años que llevo dando tumbos por aquí, y me da la impresión de que no soy el único. Más allá de su indudable trascendencia religiosa o de su incontestable impacto en términos de imagen, este excepcional alarde de riqueza patrimonial y antropológica que ha sido la Magna debería marcar el principio de una nueva relación de cariño y admiración mutuos entre los municipios de una provincia que ya recibe suficiente castigo desde fuera como para tener, encima, que mortificarse por dentro. Tampoco es que haya que hacer una Magna todos los años (Dios nos salve), pero nunca está de más reivindicar el amor propio y, aunque sea de vez en cuando, recordarnos quiénes somos, lo orgullosos que debemos sentirnos de serlo y, sobre todo, lo importante que es sostenerse en las propias raíces para poder crecer todo lo fuerte y alto que podamos, que falta nos hace. Y si es hasta el cielo, pues, como dicen los buenos costaleros, ¡al cielo!
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