Contactless

"Entró en cuanto el hueco fue lo suficientemente ancho, se giró y apretó el botón de cierre justo cuando empezaba a escuchar las voces"

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12 de noviembre 2025 - 03:07

Se detuvo, puntual, junto al número ocho de la Calle del Remedio, conforme constaba en el contrato que había firmado (digitalmente) meses atrás. Miró, intranquilo, de un lado a otro, apoyó la espalda contra la pared para no perder de vista la calle y sacó el teléfono móvil del bolsillo. Un reluciente iPhone Nosecuántos que había sacado del locker justo el día antes porque quería estar seguro de que la batería permaneciera impoluta hasta entonces y le durara todo el viaje. Era difícil encontrar uno así hoy en día, pero aquel se había comportado, de forma inesperada, de acuerdo a lo que se esperaría, se dijo por dentro, de cualquier aparato que costara ese dineral.

Deslizó con ansiedad el dedo índice sobre la suave y brillante pantalla OLED, hurgando en la bandeja de entrada, que estaba tan revuelta como el primer cajón del mueble de la entrada -ahora las llaman hall, pensó, melancólico- de cualquier casa decente. Juraría que lo había guardado entre los mensajes favoritos. Buscó “apartamento” y “su estancia”, “host”, “check-in” y “check-out”. Buscó todo lo buscable entre las mil fórmulas diferentes de los mil lenguajes diferentes en que llegan ahora las dichosas reservas, pero no conseguía encontrarlo. Lo peor era que a medida que pasaba el tiempo iba sintiéndose más asustado por saberse sin resguardo, allí en la puerta, a merced de quienquiera que llegara, lo que hacía la búsqueda aún más difícil. Al fin, un chispazo de calma le devolvió la lucidez y recordó por dónde le había llegado el mensaje. Cambiaba de app cuando escuchó las maletas, o más bien el ruido febril de sus ruedecitas traqueteando por la acera, y vio por el rabillo del ojo a la joven pareja. Se le acercaban despacio pero inexorablemente y la inquietud empezó a hacerse dueña de sus manos, que no daban con el whatsapp en cuestión. Los tenía a pocos metros cuando vio el código. Cerró los ojos, lo memorizó lo más rápidamente que pudo y lo tecleó en el aparato, que emitió una musiquita chillona antes de empezar a abrirle, por fin, la puerta de acceso al interior del portal. Entró en cuanto el hueco fue lo suficientemente ancho, se giró y apretó el botón de cierre justo cuando empezaba a escuchar las voces de los jóvenes, que se habían quedado a solo unos centímetros de la puerta. Se apoyó unos segundos en el frío mármol de la pared, resoplando. Después subió corriendo las escaleras, abrió el apartamento y se desparramó en el sofá. Agotado, trató de pensar desde cuándo era todo así. Cuándo, entre esta hora y este minuto exactos de hoy y la primera máquina expendedora que alguien puso una vez en algún sitio, nos habíamos convertido todos en unos tipos tan solitarios, tan tristes que ya no éramos capaces ni de mirarnos. En qué momento exacto empezamos a perder la humanidad.

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