Fue Eros para los griegos y Cupido para los romanos. Se ve que todos, en todo tiempo, necesitamos explicar el amor y encontrar su reflejo fuera de nosotros mismos. El dios alado revolotea a nuestro alrededor con su carcaj repleto. Elige caprichoso qué flecha lanzará -la del enamoramiento o la del olvido- y hacia dónde: ese azar incontrolable forma parte de la magia y también del desconcierto, nos conduce a la felicidad o al sufrimiento. Hay quien lo representa con una venda en los ojos, puede que para simbolizar que el verdadero amor no entiende del aspecto, ni de la condición, ni del sexo, o simplemente para recordarnos que todo es casual, contingente y aleatorio. Para Caravaggio, Cupido era un niño regordete que estaba inmerso en la oscuridad y dormido. Quizás el pintor delincuente y transgresor recordaba los versos de Giambattista Marino en los que se nos alertaba de no despertarlo, porque "tomará de inmediato sus armas, que le hacen peor que la muerte". Lo que maravilla de este Cupido dormido, no obstante, es su extraordinario realismo, la veracidad tangible que se esconde en el destello de sus dientes y en la morbidez de su carne. Por convencer, convencen hasta sus alas, plegadas bajo su cuerpo y apenas insinuadas por el claroscuro. Francamente, Cupido infunde respeto y su despertar nos atolondra. Casi por las mismas fechas, un atolondrado Lope de Vega, exprimía su madurez enamorada para legarnos uno de los más hermosos poemas de amor jamás escritos. Es ese soneto que ahora manosea la publicidad televisiva y en el que está todo dicho: "creer que un cielo en un infierno cabe".

Queremos amar y ser amados. Sabemos, con certeza, que el que nos amen cambia nuestra vida. Sabemos que la falta de amor está detrás de las mayores tragedias y sabemos que, si no nos aman de verdad, en el fondo, lo demás no sirve. Creemos, pobres ilusos, que, si no nos aman, quizás es porque no valemos nada. Y, quizás por eso, admitimos que nos amen incluso solo un poco y de mentirijillas. Amplificamos nuestro amor y lo exhibimos: si nos aman, el mundo debe saberlo; si no nos aman, el mundo debe saberlo también. Nos lo recuerdan permanentemente la literatura, la música y el cine, que, más que reflejar emociones imperecederas, nos las construyen sigilosamente. No deberíamos descartar que hemos sobrevalorado al niño regordete que duerme. En otras épocas no lo hicieron y, bisturí en mano, delimitaron sabiamente los espacios del amor, del deseo y del matrimonio.

Reciclados por la iglesia para sustituir las fiestas lupercales de febrero y llevar a las parejas a una vida como dios manda, los sentimientos conducentes a la exaltación del amor han acabado encontrando en San Valentín, un santo de perfiles desdibujados y orígenes inciertos, la excusa perfecta para dedicar un día al amor. San Antonio le echa una mano y, mientras el odio parece ir ganando la partida, El Corte Inglés, y ahora Amazon también, se aprovechan.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios