La brava Oriana

Gafas de cerca

Por una chica milanesa que conocí en un mes de estudio (?) en un pueblo galés frente al Mar de Irlanda, vine a engancharme a Italia. A dos escritores de nombre Ítalo (Calvino y Svevo), a Alberto Moravia, a Leonardo Sciascia. Ningún asunto cataliza el aprendizaje de una lengua extranjera como el primer amor. Correrían los 80, y mi asombro por lo que sonase a Italia era desbordado. Muy afortunado, pasé una Navidad en Roma y otra en los Dolomitas. En la Costa Smeralda de Cerdeña, soporté formar parte de un desfile de coches que celebraban el campeonato del Mundial de España del 82, donde el anfitrión hizo el ridículo; Paolo Rossi, Antognoni, Cabrini, Bettega, Zoff y otras divinidades de mi altarcito futbolero batieron a Alemania, y antes a una maravillosa Brasil. Conocí a Lucio Dalla y a Battisti; a cineastas que me dejaron turulato. Supe de los mandatos del café casero en la cafetera que yo creía española, del minestrone y, junto al mar, de la pasta ai frutti di mare de la madre de Cristina. Que el buen vino italiano es fabuloso. Si convenimos que no hay nada más distinto que dos hermanos, convendremos que Italia y España se parecen más que nada en la fonética de las letras hechas sílabas y palabras, rotundas herencias del latín.

Leí dos libros de Oriana Fallaci, periodista, primera mujer corresponsal de guerra, amante puntual del líder druso Walid Jumblatt, al que entrevistó con la insultante seguridad que en sí mismos tienen los italianos. Un rasgo que mi hermana Rosa, que vivió años en Roma, atribuía a lo amorosamente consentidos que los niños eran allí criados (hasta lo insufrible, como puede constatarse, con autoparodia, en uno de los episodios del Caro Diario de Nanni Moretti). Ahora vengo a saber que la Fallaci era una fascista, eso la llaman. Porque decía, ajena a empacho ni complejo, que la cultura europea y la islámica eran agua y aceite. No eran tiempos de inmigración masiva desde la orilla africana, y lo que sostenía esa señora me parecía razonable; yo era una esponja nueva. En realidad, disfrutaba de leer cualquier cosa en un idioma que, para mí, un muchachito, era las botas de las siete leguas. Recuerdo a Oriana que fumaba y daba bronca, a los rizos de Ornella Vanoni y la saltadora Sara Simeoni. Al “ìo sono mia” de un feminismo insurgente.

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