
Monticello
Víctor J. Vázquez
Un país no acordado
Quousque tandem
Una sencilla vela encendida en el atrio de la Catedral de Canterbury recuerda dónde fue asesinado Santo Tomás Becket mientras asistía a vísperas junto a los monjes. Cuatro caballeros, creyendo interpretar los deseos de un enfurecido Enrique II de Inglaterra, viajaron desde Francia con la intención de que se doblegara a los deseos del rey, y al negarse, lo mataron. Años antes, aquel clérigo enviado a la Corte por Teobaldo, arzobispo de Canterbury, sabedor de sus excepcionales cualidades, se había convertido en el compañero inseparable del monarca. El joven Rey, que lo hizo su canciller, lo apreciaba y admiraba. Y no sólo por su demostrada eficacia en los asuntos de estado. Becket, educado como un gentilhombre, era excelente jinete y mejor halconero, amén de culto e ingenioso.
Muerto Teobaldo, Enrique II decidió –saltándose el derecho de monjes y obispos a elegir al titular de la sede canturiense– elevar a la misma a su amigo, colaborador y confidente. Becket, que no era monje, y se sentía más político y soldado que clérigo, mostró al rey sus ropajes y dijo riendo: “Escogéis un bello atavío para ponerlo a la cabeza de los monjes de Canterbury”. Pero el Rey insistió, y tras su aceptación, el ya arzobispo añadió: “Me odiaréis pronto como ahora me amáis, pues me haréis elegir entre ofender a Dios o al Rey”. Y así fue. El cortesano tornó en monje y cambió los lujos de palacio por la ascética pobreza de su celda. Y el servidor del Rey, a quien este creyó su longa manus, se convirtió en su adversario en defensa de un bien mayor y perenne: la Ley.
Desgraciadamente, no es este un comportamiento tan habitual como debiera. Son muchos quienes, agradecidos a quien les proporcionó un cargo que quizá no merecían, no dudan en degradar, a placer de su amo y con la fidelidad irracional del perrillo faldero, las instituciones que ocupan. La historia no recuerda a los asesinos de Becket sino a quien antepuso el respeto a la Ley, la razón y la ética a cualquier otra consideración y, en particular, al interés de quien lo creyó su esclavo. Deber el cargo a un poderoso no ha de convertirnos en su marioneta de quita y pon. Pues como dijo don José de Gálvez a Carlos III cuando este le recriminó que actuara como abogado de la Embajada francesa frente a la Corona de España: “Antes que el Rey, está la ley”.
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