Becket

Quousque tandem

Una sencilla vela encendida en el atrio de la Catedral de Canterbury recuerda dónde fue asesinado Santo Tomás Becket mientras asistía a vísperas junto a los monjes. Cuatro caballeros, creyendo interpretar los deseos de un enfurecido Enrique II de Inglaterra, viajaron desde Francia con la intención de que se doblegara a los deseos del rey, y al negarse, lo mataron. Años antes, aquel clérigo enviado a la Corte por Teobaldo, arzobispo de Canterbury, sabedor de sus excepcionales cualidades, se había convertido en el compañero inseparable del monarca. El joven Rey, que lo hizo su canciller, lo apreciaba y admiraba. Y no sólo por su demostrada eficacia en los asuntos de estado. Becket, educado como un gentilhombre, era excelente jinete y mejor halconero, amén de culto e ingenioso.

Muerto Teobaldo, Enrique II decidió –saltándose el derecho de monjes y obispos a elegir al titular de la sede canturiense– elevar a la misma a su amigo, colaborador y confidente. Becket, que no era monje, y se sentía más político y soldado que clérigo, mostró al rey sus ropajes y dijo riendo: “Escogéis un bello atavío para ponerlo a la cabeza de los monjes de Canterbury”. Pero el Rey insistió, y tras su aceptación, el ya arzobispo añadió: “Me odiaréis pronto como ahora me amáis, pues me haréis elegir entre ofender a Dios o al Rey”. Y así fue. El cortesano tornó en monje y cambió los lujos de palacio por la ascética pobreza de su celda. Y el servidor del Rey, a quien este creyó su longa manus, se convirtió en su adversario en defensa de un bien mayor y perenne: la Ley.

Desgraciadamente, no es este un comportamiento tan habitual como debiera. Son muchos quienes, agradecidos a quien les proporcionó un cargo que quizá no merecían, no dudan en degradar, a placer de su amo y con la fidelidad irracional del perrillo faldero, las instituciones que ocupan. La historia no recuerda a los asesinos de Becket sino a quien antepuso el respeto a la Ley, la razón y la ética a cualquier otra consideración y, en particular, al interés de quien lo creyó su esclavo. Deber el cargo a un poderoso no ha de convertirnos en su marioneta de quita y pon. Pues como dijo don José de Gálvez a Carlos III cuando este le recriminó que actuara como abogado de la Embajada francesa frente a la Corona de España: “Antes que el Rey, está la ley”.

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