Alto y claro
José Antonio Carrizosa
Vox, un estado de ánimo
En estos días, mediado abril, a lo largo de más de veinte años que publico esta columna, más de una vez cae en Jueves Santo. Lógico es que me inspire esa celebración profundamente cristiana y entrañablemente arraigada en nuestras tradiciones y sentimientos más legítimos y populares. Pero también ha coincidido con el aniversario de la proclamación de la II República, que tanto reivindican algunos y hasta parecen añorar, aunque no la vivieron. Debieran reflexionar y considerar que, entre los muchos enemigos que tenía, los peores fueron los propios republicanos que no supieron defenderla.
En esta Semana Santa de incertidumbres, no sólo del tiempo, sino también por otras zozobras cotidianas, esta liturgia callejera que representa esta celebración pasionista me recuerda aquello que escribía Juan Eslava Galán, uno de nuestros más valiosos escritores actuales: los cristianos han convertido los antiguos ídolos en santos. El auténtico creyente no necesita de imágenes para mantener su fe y el venerable ejercicio de su devoción, pero nuestra singularidad religiosa, nuestra cultura y nuestra tradición han materializado esa arraigada creencia en efigies y representaciones artísticas que son objeto de culto y veneración. En este tiempo uno evoca siempre un libro, injustamente olvidado, de prosa fascinante, que puede cautivar a creyentes y no creyentes, Figuras de la Pasión del Señor, de Gabriel Miró, sobre los personajes del drama evangélico que se convierten en tallas escultóricas de sublime belleza en nuestros pasos procesionales. Al efecto recuerdo un pintor inolvidable, José María Franco, cuyas acuarelas sobre la Semana Santa de Huelva, se reprodujeron en un libro, Lo que vos queráis, Señor, en el que cada imagen es glosada por nuestros mejores poetas: Arias Montano, Juan Ramón Jiménez, Rogelio Buendía, Adriano del Valle, Xandro Valerio, Curro Garfias, Diego Díaz Hierro, Rafael Manzano, José Manuel de Lara, Antonio Salas Dabrio, Manuel Sánchez Tello, Francisco Pérez Gómez… y Juan de Mata Rodrigo Moro, pregonero de “todo lo bello y lo sublime”, como escribí y no me importa repetir, en la columna dedicada a tan hermosa publicación.
Del esplendor al éxtasis, la magia del barroco sobrecogedor, deslumbrante y emotivo. Que no nos cieguen sus brillos, ni el sentimentalismo supere al sentimiento que propende a la histérica bulla, a la frenética rebujina, al “cangrejeo” compulsivo… Ahora que el ateísmo parece haberse convertido en una religión predicada con un proselitismo vergonzante y que estamos hartándonos de tanta beatería laica, la Semana Santa brota pujante cada primavera para llenar las calles y las plazas, convirtiéndolas en liturgia urbana, solemne y sensible, de largos cortejos de penitentes, pasos de misterio y palios, reviviendo el drama sacro. Pero en esta sacralizada celebración que a tantos conmueve y recoge en reflexiones inmediatas, no es oro todo lo que reluce y ciertas sombras enrarecen la consideración del acontecimiento.
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