Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Anatomía de un bostezo
HAY debates que envejecen tan rápidamente que al cabo de poco tiempo parecen inverosímiles, aunque en su momento las razones en liza hicieran dudar a personas no especialmente prejuiciosas. Pasó en España con la ley del divorcio y volvió a suceder con la mucho más reciente que regulaba el matrimonio homosexual, recibida por los sectores tradicionalistas como un atentado contra la familia y atacada con enorme virulencia por quienes pretenden imponer a todo el mundo sus ideas sobre la educación, la moral o las buenas costumbres. Hubo entonces quienes disfrazaban su escándalo con rotundas apelaciones a la etimología, pero ninguno de los puristas de ocasión propuso buscar alternativas para el término patrimonio, casi homónimo e igualmente marcado sólo que en sentido inverso. No se trataba ni se trata, claro está, de una cuestión nominal.
Es difícil entender por qué quienes viven con toda libertad de acuerdo con sus creencias u opciones personales, defendidas en todos los ámbitos sin restricciones de ninguna clase, se niegan a aceptar que otros lo hagan conforme a las suyas, tanto más si se refieren a una esfera íntima que no rebasa el ámbito de la privacidad ni puede ofender, cuando se muestra en público, más que a los siniestros guardianes de la decencia. Ni éstos ni sus antecesores han mostrado un mínimo de compasión por el sufrimiento gratuito que siglos de represión, hasta hoy mismo en buena parte del mundo, han provocado en millones de amantes condenados a la invisibilidad o perseguidos por el mero hecho de desear a hombres o mujeres del mismo sexo. No era de esperar que se alegraran por la legitimación de las bodas entre iguales, pero sorprende que sigan discutiendo una iniciativa tan evidentemente justa.
No se habla de tolerar la diferencia, sino de incorporarla a la normalidad como en la práctica ha ocurrido, pese a los sombríos vaticinios de los predicadores. En asuntos como éste, relacionados con lo más sagrado de la condición humana, las religiones o las ideologías no pintan nada, y causa un profundo bochorno observar cómo desde círculos felizmente minoritarios, pero no faltos de influencia, los más recalcitrantes tratan de impugnar una conquista plenamente asimilada que se inscribe de modo natural -las noticias de América no hacen sino corroborarlo- en la larga lucha por los derechos civiles. A esos ultramontanos que se precian de ir contra la corrección política, como suele decir padre, les pueden ir dando.
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