He visto esta semana una película muy buena. No tenía grandes efectos especiales ni actores de altísimo caché. No tenía planos de países lejanos ni tratamiento digital de las imágenes, pero contaba una parte de nuestra historia como país de la que todos deberíamos sentirnos profundamente orgullosos. “Te estoy amando locamente” cuenta cómo se fraguó en Andalucía el Movimiento Homosexual de Acción Revolucionaria, que, aprovechando el viento de cola de libertad que trajo la transición, inició a finales de los setenta la defensa de la libertad sexual y la reivindicación de la derogación de la Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social, sucesora desde 1970 de la Ley de Vagos y Maleantes, en su reforma de 1954, que consideraba a la persona homosexual como una grave amenaza para la sociedad.

Sí, en aquellas fechas, homosexuales, lesbianas, transexuales –todas aquellas personas que no encajaban en el paradigma de “normalidad” que el franquismo había establecido en las conductas y en las relaciones interpersonales– debían negar sus emociones o disfrazarlas, y ocultarse, si no querían verse perseguidas, acusadas, golpeadas y hasta encarceladas. La película de la que les hablo cuenta la incorporación a esta lucha de la madre de un joven homosexual, movida única y exclusivamente por el amor a su hijo y por su solidaridad con los perseguidos y vulnerables. Frente a ella, están los que insultan, los que hacen chistes, los que critican, golpean y alardean de su poder; los que, en definitiva, nunca amarán al prójimo como a sí mismos. Esa “gente de bien” que nunca lo hace. Junto a ella están Dani, Lole, Mili, Paca…, que se hacen querer por su experiencia, su inocencia y sus valores.

He visto esta semana una película muy bonita. El tema se podía haber tratado con crueldad, desde el odio y el rencor o con violencia (porque todas estas cosas sufrieron estas personas) y, sin embargo, se hace desde la bondad y el humor. Aparte de la magnífica interpretación de los actores (subrayo la del onubense Omar Banana y la de Ana Wagener), ese es, probablemente, su mayor acierto: enseñarnos lo que pasó, de forma crítica y rigurosa, pero entretenida. La película, por lo demás, nos hace valorar la lucha que este colectivo ha sostenido durante décadas y reflexionar sobre el camino que aún nos queda por recorrer para conseguir que todas las personas, mientras no hagan daño a nadie, puedan vivir libremente como elijan o deseen. En medio de una cuidada evocación de los setenta, con su tele en blanco y negro, su ciclostil, sus pantalones de campana y sus camisas con grandes cuellos de pico, no ha venido nada mal recordar que hubo un tiempo en que los curas de barrio podían ser de izquierdas y estar al lado de los oprimidos sin que nadie se rasgara las vestiduras y que, en ese mismo tiempo, las fuerzas de orden público más bien estuvieron contra el público y desordenándolo todo.

En fin, he visto esta semana una película imprescindible. Corran también a verla.

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