Un despertador.

Un despertador. / M.G. (Huelva)

Me pregunta un amigo peruano por la política española y le confieso que, en estos días, seguramente, sabe él mucho más que yo. Me fui a la casa del pueblo, donde la tele lleva rota varios años sin que nadie la eche de menos y se me acabaron las pilas de la radio que suelo oír antes de dormir y al despertarme. Es verdad que siempre hay un móvil que mirar con su consiguiente tarifa plana de datos o un periódico que comprar, pero no lo es menos que, después de tantos meses de saturación política y electoral, necesitaba forzar una desconexión, alcanzar un “mindfulness” particular que me alejase de los insultos, la bronca, los reproches y los despropósitos verbales que una solo puede entender como nacidos de la ignorancia o el interés. Para ayudar, luego me fui a uno de esos países donde no hay roaming gratuito y donde una puede pasarse el día callejeando y viendo gente distinta y monumentos sabiendo que el teléfono, las newsletters y los grupos de whatsapp estarán muertos, al menos, hasta volver al hotel. Si vuelves cansada y contenta al final de la jornada, ni los miras.

Es tremendamente saludable. Se lo recomiendo. Personalmente estoy convencida de que no hay vacaciones de verdad si una no se va, el tiempo que pueda y adonde pueda, para dejar de ver los mismos paisajes y las mismas caras y dejar de oír los mismos acentos. Añado ahora que no hay verdaderas vacaciones si una no se las da a nuestra clase política y la saca de nuestra vida por unos cuantos días, como quien coge la escoba y barre hacia la calle. Aire, aire. ¡Qué descanso! ¡Qué tranquilidad! El mundo parece mejor, las flores tienen más vivos colores y el canto de los pájaros suena más armónico. Je, je, je. Durante unos días una puede llegar a pensar que, a su vuelta, el talibán de la mala política también habrá reflexionado y recapacitado, estará dispuesto a cambiar su vocabulario y a recuperar unos modales educados, a negociar, a pactar, a entenderse, a aceptar con elegancia la derrota o la victoria, a pensar en algo más que no sea el poder y el beneficio, a tener paciencia, a respetar lo que ha votado la ciudadanía, a aportar soluciones efectivas e imparciales, a decir la verdad, a cumplir lo prometido o a actuar con coherencia…

Y, ¡zas!, de repente, todo se esfuma. Se vuelve a casa, se enciende el televisor y un descomunal tsunami de despropósitos cae sobre la ciudadanía sin piedad. Hasta el culebrón indigno de un besucón simiesco se politiza. Y la subida del aceite y la zona de bajas emisiones y la representación de una obra de teatro.

De golpe, caemos en la verdadera y auténtica depresión posvacacional. Que no es la de madrugar y volver a cumplir horarios, sino la de tener que aguantar de nuevo a toda esa parte de la caterva política que vive de echarse en cara el “y tú más” y de destrozar palabras sagradas, como pacto, igualdad, justicia, constitución, libertad o bienestar.

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