Esa tarde yo conducía hacia El Rocío para asistir a la boda de una amiga. Encendí la radio y oí la terrible noticia. Una siempre piensa que, en el último momento, el bien le ganará la partida al mal; que el sentido común se impondrá a la sinrazón; que, por un instante, en el ser humano, aparecerá un atisbo de bondad o de compasión y todo se arreglará. Pero no fue así. Me estremecí y mis ojos se humedecieron. Habían disparado dos tiros en la cabeza a Miguel Ángel Blanco y lo habían dejado abandonado en un descampado. Le habían disparado mientras estaba de rodillas y maniatado. La escena evocaba otras antiguas dolorosamente. Algunos podrían pensar que había sido asesinado por sus ideas, pero esa es una respuesta demasiado simple para explicar las cosas: el terror, en realidad, se ceba sobre inocentes y nunca busca ajustar nada, solo aterrorizar.

Y es verdad, también, que el terror y la crueldad nos hacen tanto daño que desearíamos olvidarlos, enterrarlos y no volver ni a vivirlos ni a revivirlos. El terror y la crueldad nos ponen cara a cara, duramente, con lo que somos y con lo que podemos llegar a hacer como personas, con nuestra parte más oscura y vergonzante, y puede entenderse, incluso, que haya algún espíritu acomodado que sucumba a la tentación de olvidar. Sin embargo, en una sociedad civilizada, por encima de esa tentación, debe prevalecer siempre la búsqueda del conocimiento preciso de los hechos pasados y el compromiso colectivo y explícito de la no replicación.

Los jóvenes actuales, que por su edad no vivieron estos u otros episodios de terror, deben conocer con objetividad y rigor lo ocurrido en el pasado, sus causas y sus dramáticas consecuencias, porque esta es la única forma de que estas nuevas generaciones ya estén alertadas y vacunadas frente a la amenaza de un rebrote. Del mismo modo, las víctimas inocentes y sus familiares deben ser reconocidos en su dignidad y, aunque cualquier forma de justicia ya no les devolverá ni la vida ni la felicidad, deben ser reparados moralmente por el daño sufrido.

El único antídoto posible ante el terror, le pese a quien le pese, es una combinación transparente de memoria y justicia. Las ideologías democráticas deberían limitarse a la condena sistemática y reiterada de cualquier forma de terror aplicada a la resolución de los problemas políticos pasados, presentes y futuros. La administración tendría bastante con impulsar el conocimiento y la reparación. El discurso sobre el terror debería salir ya de los debates y mantenerse, exclusivamente, en el terreno de la investigación y la educación, únicos espacios en los que se puede conocer y enseñar lo sucedido a las nuevas generaciones y tratar de poner justicia y paz donde antes solo hubo horror y ocultación. El terrorismo, como la tortura, el genocidio, la guerra, el exilio y la represión, solo se podrá evitar en el futuro conociendo cómo y sobre quién se ejerció injusta e impunemente en el pasado.

Y, para eso, no sirve el olvido, sino la memoria.

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