Mi primera experiencia de perforarme la piel por mi propio pie –bueno, por mi propia mano– sucedió en Cazalla de la Sierra, y fue un incidente menor: para demostrarnos que íbamos a ser siempre amigos, el clan preadolescente de El Carmen decidió asambleariamente que debíamos pincharnos la yema del dedo con una espina de zarzamora, y al brotar las gotas de sangre las mezclaríamos unos con otros. La segunda –y última– fue en la localidad gaditana de Rota, en un verano de aquellos en los que no se usaba calzado de ningún tipo hasta la noche, sólo ya para salir maqueados después de la ducha. Tendríamos unos quince años, y las sesiones zangolotinas de playa eran eternas: dinero no había ninguno, y ganas de hacer pandilla, todas. Aunque no llegué a besarla siquiera en la mejilla, Chari y yo declarábamos estar “saliendo”. Y con un palillo, dale que te pego y con dolor, me tatué sus iniciales en el muslo (con el tiempo, Carolina Herrera me copió el diseño para su logo; lo he dejado correr). La encarnadura nueva hizo que antes de las navidades el vello enterrara el hierro CH, hasta dejarlo desaparecer. No sólo desapareció la che, sino que supe que la chica cambió su propio apelativo por otro más moderno. Como el río de Heráclito, pero en costero: nada permanece.

Hace unos días, asistí a un bautizo en el que, al dirigirse orando al que está en los Cielos, al cura oficiante se le veían los antebrazos tatuados debajo la casulla. Quienes frecuentaban la parroquia me dijeron que se rumoreaba que también llevaba el torso y la espalda llenos de tatoos. Huelga decir que ancha es Castilla, que allá cuidado, que cada uno es caúno con sus caunás y su epidermis. Las modas acaban fagocitando a los transgresores y a los pioneros. Dejan su modernidad en algo testimonial y hasta digno de guasa. El tatuaje hoy impera, más bien arrasa; diríase que hace friquis o momios a los que no se marcan con esa tinta verde azulada, como nacida añeja. Quien se lo ha hecho ha invertido en su estética y, por lógica, quiere enseñarlo: entre el mutante Sergio Ramos, el cura mencionado y el histórico lejonario con su Amor de Madre toscamente caligrafiado en el bíceps hay un cosmos de estadios evolutivos y de posibilidades de hacerse un grafiti en el cuerpo. De pronto recuerdo aquel Tattoo you, un LP –se llamaba así– de los RollingStones, que ya eran tardíos en aquel 1981 (hoy son el baúl de la Piquer, asombro de conversos al rock). En mi afán por comprender la eclosión del tattoo, me recordaré el tatuaje de Chari, y las dos o tres veces que me puse calcetines blancos con zapatos de vestir.

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