Juanma G. Anes
Tú, yo, Caín y Abel
Los afanes
Mi perro se llamaba Sultán. Era medio blanco y medio negro. Se sentaba mirando el horizonte y de vez en cuando soltaba un ladrido, un ladrido coherente. Sultán no tuvo descendencia, defendía a ultranza a todas las perritas que se acercaban a él. Ellas se sentían protegidas a su lado. Sultán sabía alejarse del tiempo y clavaba su mirada en un paisaje infinito. No sé si Sultán fue un pensador, o un ideólogo de lo desconocido. O tal vez fue un simple observador, un animal aventajado del espacio y del tiempo. Un ser libre.
En los tiempos que corren casi todos los medio-intelectuales de pacotilla se consideran pensadores, o mejor, ideólogos. Salen en los medios, escriben libros, y nos engañan. Intentan hacer desaparecer nuestro bien más preciado: la libertad. A Diógenes se le llamaba el filósofo-perro, eran los tiempos del cinismo. Pero a diferencia de nuestros políticos los perros no son cínicos. ¿Ha visto usted a alguien más cínico que un político?
Los políticos están muy confundidos. Ahora se pelean por un eslogan sin darse cuenta, en realidad, que "La España que quieres" no es la que ellos desean. La España que queremos los españoles es una España sin políticos. Una España que es trabajadora, una España en la que sale el sol todas las mañanas, una España que soporta los altibajos, los momentos buenos y los momentos malos los suplimos con trabajo, buen humor y una sonrisa. La España que queremos está muy alejada de los lemas manidos de los ideólogos de los partidos políticos. España es una gran nación que se ve ensuciada por todos y cada uno de los políticos de tres al cuarto que pretenden vivir de nosotros.
No señores, no. La España que quiere el español no se parece en nada a la que ustedes, los políticos, desean. Y como no se parece no debemos hacer caso a sus mentiras, a sus engaños, ni a su cinismo.
Prefería mantener una conversación con Sultán (él soltaba tres ladridos y se quedaba tan contento) antes que esforzarme en intentar razonar con algún intelectualoide. Pero Sultán murió. Un día dejó de estar para desgracia de todos. De vez en cuando escucho algún ladrido y lo imagino mirando el horizonte, tranquilo, respirando, vigilando la vida de los demás como la suya propia. Haciendo uso de sus conocimientos limitados para intentar ser feliz. Él vivía en la España que quería. En numerosas ocasiones aprendemos más de un perro que de un político.
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