Afirmaba a en mi anterior columna -Dios me libre de cualquier dogmatismo, es sólo una opinión- que el terreno político español está embarrado y que, por tanto, resulta impracticable para la limpia y noble actividad democrática en el sentido más puro. Una semana después lo contemplamos más enfangado e inundado de auténticas inmundicias, denuncias y acusaciones de presuntas prácticas verdaderamente sórdidas y repulsivas, más el inveterado monstruo de la corrupción que acosa implacablemente una considerable parte del espectro político español. En una actividad pública y democrática honrada lo primero que deben hacer sus responsables es clarificar de inmediato tan sospechosa situación, urgir una investigación - además de las imprescindibles actuaciones judiciales - que aclaren las posibles delictivas conductas y conocer los nombres de los presuntos implicados. Revelar a los ciudadanos la realidad de los hechos. Me refiero, como sabe el lector, al caso de "el mediador" o "tito Berni", como se le conoce popularmente, aunque no falten otros casos pendientes en nuestro complejo panorama político. Estas acciones, perpetradas en la sede de la soberanía popular, según se presume que es el Congreso, atentan contra el prestigio de las instituciones, lo prostituye. La proliferación de estas situaciones degradan la democracia y desconectan a los ciudadanos de la política considerando que fomentan los problemas en lugar de solucionarlos.

Ha sido abrumador, aunque no sorprendente, como la mayoría de los ministros del gobierno salieron despavoridos a desmentir todas las acusaciones y declaraciones de los presuntos implicados en la polémica trama, usando, eso sí, similares términos como producto de una consigna y con esa soberbia que viene caracterizando al ejecutivo, como si fuera el detentor único de la verdad, autoconvencido de su pretendida superioridad moral, incurriendo reiterada e insistentemente, como denominador común de sus argumentos acusatorios, en atacar al principal partido de la oposición con acusaciones sobre delitos - todos lo son - de mucha menor envergadura que los propios y como si con ello trataran de justificar aquello de lo que se le culpa. En todo caso andanadas injuriosas y desesperadas para no aclarar el presunto embrollo que ahora les afecta.

Y soberbia también, repetida e impostada, histérica y en muchos casos grotesca, esa estampida de ministros con el presidente a la cabeza en tropel arremetiendo contra Ferrovial, otra inevitable consecuencia de la actitud hostil y reiterada del gobierno con las más importantes empresas españolas. Y ello acompañado de vejaciones y acusaciones muy graves, por parte sobre todo de los socios de gobierno para los que una economía libre de mercado y la posibilidad de abrirla a una perspectiva de fomento de inversiones e impulsos empresariales, parece que le importa menos que seguir planteando conflictos ideológicos al ciudadano en lugar de resolver sus problemas de subsistencia.

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