A ninguno nos gusta que nos prohíban cosas y, para jorobarnos, la sociedad se obstina en prohibirnos cosas a cada paso y la administración, ese incómodo y multiforme ente abstracto que gobierna y entorpece nuestras vidas, nos sanciona cuando nos saltamos la prohibición. Nos prohíben, por ejemplo, conducir a más de 120 por la autovía y aparcar donde nos dé la gana. Nos prohíben entrar en la ópera cuando la representación ya ha empezado, votar si no hemos cumplido los 18 años y hablar mal del rey. Nos prohíben pegar carteles en las paredes o pintarlas -aunque el resultado final sea un mural de factura impresionante- y también nos prohíben arrojar colillas por la ventanilla del coche. Nos prohíben entrar en un espacio natural protegido, tener en casa una boa, fumar en los sitios cerrados y quemar en público algunas banderas. Nos prohíben sacarle una foto a un policía -aunque sea sin querer- y nos prohíben dejar una silla vieja al lado de un contenedor. También nos prohíben beber en la calle, perder más de tres veces el DNI o escalar un edificio, por mucho que ese día nos haya dado un subidón y nos creamos Spiderman. Nos prohíben ponerle a nuestro hijo más de dos nombres simples o más de uno compuesto y, desde luego, nos prohíben llamarle Hitler, Stalin u Osama Bin Laden. En Villanueva de la Torre, además, está prohibido dejar la fregona en el balcón y, en Barcelona, andar sin camiseta por la calle. No nos prohíben mendigar por las calles en Madrid, pero lo hacen si nos acompañan un perro, un loro o una iguana. En Sevilla está prohibido jugar al dominó en las terrazas de los bares y tener sexo en un coche. Tranquilo, puedes tener sexo en un coche si estás en Bilbao, si bien allí está prohibido dormir dentro de uno. En Tenerife nos prohíben hacer un hoyo en la arena de la playa y en El Pilar de la Horadada poner la sombrilla a menos de seis metros de la orilla.

El universo de las prohibiciones está, sí señor, muy lleno, pero no se confíen, que aún cabrían más. Unas nos gustan más y otras menos o nada. Unas presumen de velar por el orden público y otras, por nuestra seguridad o la de los demás. Algunas alardean de que preservan el patrimonio común, la salubridad, la propiedad o la estética. Las hay para todos los gustos: ecologistas, neoliberales, sociales, proteccionistas, sanitarias, lucrativas… Unas las han puesto los de izquierdas y otras los de derechas. Por norma general, ninguno quita la que ya ha puesto el otro, aunque se le haya acribillado en su momento. A algunos, de hecho, parece que solo les gustan -casualidades de la vida- las que ponen los suyos y a otros, los que circulan por el extrarradio de la política, solo les gustan si coinciden con su sentido de la vida y sus intereses. A fin de cuentas, somos, como humanos, una mezcla extraña de prohibición, acomodo y transgresión y, tal y como están las cosas, chico trabajo van a tener los ínclitos señores del Tribunal Constitucional.

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