Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Zamiatin
RARA vez abro los archivos adjuntos que cada día me llegan a través de la omnipresente red formando parte de cadenas interminables. Pero sí lo hago en algunos casos, cuando me inspira confianza el criterio del remitente. Es el caso del que me envía mi amigo José Luis, con el discurso singular del presidente uruguayo, José Mújica, singular él también por múltiples razones. Pepe Mújica, como en su país le conocen, es llamado "el presidente más pobre del mundo" por su modesta forma de vida, que no ha cambiado nada desde que en 2009 accedió a la Presidencia y que justificaba así en declaraciones recientes a la BBC: "Si tengo pocas cosas, necesito poco para sostenerlas. Por tanto, el tiempo de trabajo que les dedico es mínimo. ¿Y para qué me queda tiempo? Para gastarlo en las cosas que a mí me gustan. En ese momento creo que soy libre."
En el discurso referido, pronunciado ante altos dignatarios, Mújica alerta al mundo acerca de nuestro sistema de vida, presidido por una economía de mercado globalizada, formulando preguntas inquietantes: "¿Gobernamos nosotros a la globalización o la globalización, esa fuerza que hemos desatado, es la que gobierna nuestras vidas?". "Pretendemos -continúa- sacar de la pobreza a masas inmensas en todo el mundo. Pero ¿hacia dónde queremos llevarlas? ¿Al modelo de desarrollo y consumo de las actuales sociedades ricas? ¿Qué pasará cuando los hindúes tengan autos en la misma proporción que los alemanes? ¿Cuánto oxígeno nos quedaría para respirar? Los trabajadores han conseguido trabajar 8 horas al día y luchan por trabajar sólo 6. Pero muchos ya piensan que así podrían realizar dos jornadas y con el sueldo de esas 12 horas pagar las cuotas de otro coche, una moto y mil cosas más no necesarias; y trabajando así uno se hace viejo y se le va la vida, sin haber alcanzado la felicidad, el único objetivo del ser humano que vale la pena".
Concluye que las raíces de los graves problemas del mundo no residen en la crisis del agua o la agresión al medio ambiente, sino en nuestro modelo de civilización. Se trata pues de un problema político, cuya solución es el cambio de cultura, lo que no significa "volver a las cavernas ni erigir un monumento al atraso". Es la primera vez que oigo estos argumentos a un jefe de Estado contemporáneo. Optimista impenitente me pregunto: ¿queda margen de esperanza para un despertar colectivo del sueño de la sinrazón?
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