Siempre hay un nerviosismo adosado a cualquier viaje. Se ponen en balanza las expectativas, las posibilidades y lo que pueda deparar la realidad. Esta vez es más una excursión, sin llegar a salir de la provincia, pero tiene aroma a otros tiempos. A las 10:58 sale el tren. Salida desde la estación de Huelva-término. Es la primera vez que entro en la estación, en esta nueva, que ya fue inaugurada en 2018, modificando la estructura del que fuera mi barrio de infancia. Cuántas horas recorriendo esos muros y viendo trenes saliendo y entrando. Y el posterior abandono de la antigua estación. Nos montamos en la línea a Zafra de ferrocarriles. Nos ubicamos en el vagón número 3, en un viaje de ida y vuelta en el mismo día. Poco a poco avanzamos sobre las vías y el paisaje va cambiando y combinando imágenes urbanas, industriales, campos de cultivo y naturaleza agreste. No alcanzaremos grandes velocidades, lo que hace que se disfrute del cuadro cambiante que nos ofrecen las ventanillas. El sol acompaña. El traqueteo es la banda sonora del trayecto. Nos sonreímos. Las mochilas van repletas de viandas y distracciones para niños y mayores para las casi dos horas de recorrido. En coche se cubriría la misma distancia en poco más de una hora, pero para nada es lo mismo. Despreocupados de la conducción y distraídos en la charla y los cristales. No tardamos mucho en entablar conversación con un grupo de una veintena de mujeres de nuestro vagón que, sin saberlo, compartía destino y regreso. También cruzaríamos curiosos el resto de compartimentos. Dos más allá había un grupo de viajeros que se había montado su propia romería con embutidos, tortillas y bebidas de distinta índole. ¡Jolgorio! Como buena romería, iban ofreciendo y compartiendo con quienes por allí se acercasen.

Las estaciones iban pasando: Gibraleón, Calañas, El Cerro del Andévalo, Valdelamusa, Almonaster-Cortegana y nuestra parada, Jabugo-Galaroza, es decir, El Repilado. Allí comenzamos una senda fluvial que lleva a Los Romeros; hallamos a una bruja, su casa, bordeamos un río, por lo que sin duda sería su cauce pero que ahora es un margen de guijarros, y nos sumergimos entre sus árboles, sus sonidos, ese aire sanador. Sobrevuelan pájaros, pequeñas ranas saltan al agua cuando nos acercamos al cauce. A la hora del almuerzo regresamos para hacer espeleología culinaria en un volcán ibérico. Son muchos otros los comensales a los que les sirven ese recipiente con forma de jamón pero relleno de carnes, jamón, patatas, huevos y pimientos. Sobremesa y espera a que el tren pase de vuelta. En los billetes dice que nos recoge a las 17:45. Esperamos junto a la hilera metálica a ese extraño concepto que es la fugacidad. Lo que pasa y desaparece. Sin darnos cuenta, estamos de nuevo en nuestros asientos. El regreso es una ida con sabor a despedida. Nos bajamos en el mismo andén donde empezamos. El día decae y enumeramos lo que hemos vivido. Casi cuatro horas en tren. Paisajes distintos. Una caminata por la naturaleza. Un almuerzo con nuestra gastronomía. El traqueteo aún perdura en nuestras conversaciones.

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