Sí, dan ganas de pedir que paren este tren para poder bajarse. Ya no es que a cada uno le guste más o menos lo que ha dicho el Tribunal Constitucional, sino que a todos debería horrorizarnos que una decisión judicial pueda resumirse como una votación de 6 conservadores contra 5 progresistas. La naturalidad con que se ha asumido que un tribunal opera en función de la tendencia ideológica de sus miembros es aberrante y peligrosa y, desde luego, explica con toda claridad que un partido político esté afanado en que la proporción no se cambie y el otro, en cambiarla. Soy de la opinión de que la ideología, en cuanto forma de entender e interpretar la realidad, es consustancial al ser humano y no creo que nadie carezca de ella (ni siquiera los que dicen no tenerla). Pero se puede tener ideología y no sacrificar la propia independencia, puesto que esta es una cualidad ética y moral que obliga a la persona a ejercer la autocrítica y a adoptar decisiones técnicas, fundadas en la norma, el conocimiento y la experiencia, superando, incluso, lo que le imponen sus propias creencias e intereses. Lamentablemente, veo a mi alrededor a mucha gente ideologizada, pero a la vez muy poco independiente, incapaz de dejar a un lado sus ideas ante la rotundidad de los hechos o en aras de una postura institucional. En definitiva, incapaz de llevar la contraria a su rebaño y a su pesebre por tal de seguir en su puesto o en su cargo. Por eso esta semana se ha vuelto a matar a Rousseau y a Locke y a Montesquieu y a todos los que desde hace siglos vienen ilustrándonos sobre lo que significa la soberanía nacional y lo que pretende la separación tendencial de los poderes políticos: de todos los poderes, para no generar nunca ningún poder que pueda impedir a priori la acción de los demás.

Igual tenemos que cambiar ahora la alegoría de la justicia y, en lugar de una venda en los ojos, tenemos que ponerle en la boca un carnet del partido. Siente vergüenza el ciudadano cabal por todos estos manejos y también cuando ve, desde hace décadas, que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, todos los partidos vienen colando enmiendas donde no pegan y que, en lugar de sancionar con severidad la corrupción, se la silencia, esconde o blanquea. Los que viven solo para el minuto electoral, en cambio, parecen ignorar hasta qué punto estos espectáculos generan descrédito para la política y profunda desafección a la democracia.

Sí, dan ganas de pedir que paren este tren para poder bajarse. Pero hay que preguntarse: ¿bajarse en qué parada? ¿en la de la reacción? ¿en la del populismo vacuo? Mejor no me bajo de este tren y sigo aferrada a la democracia. Y, para salvar las Navidades entre tanto despropósito, me quedo en estos días con la emoción y la complicidad de Ángel y Alonso, esos dos españolitos del colegio de San Ildefonso que cantaron el gordo y que fueron tan felices haciendo felices a los demás. Igual para salvar la democracia tenemos que volver a ser más niños.

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