Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Zamiatin
En el mirador de Trocadero los turistas se agolpan para hacerse fotos con la torre Eiffel: unos simulan que la sostienen sobre su mano, otros se hacen selfies, las parejas se besan como si la torre pudiera garantizar la perduración de su amor. Tras ellos, la imponente construcción de hierro hace resplandecer la noche parisina. Las ínclitas autoridades de la ciudad han decidido que un par de rayos láser se lancen desde su vértice para recorrer el cielo nocturno y que, a ratos, una guirnalda de luces parpadee en toda su superficie como si se tratara de un árbol de Navidad. A pesar del despropósito, su figura elegante y desafiante se resiste a ser convertida en un vulgar Burj Khalifa.
También las escaleras están repletas de gente que disfruta del espectáculo gratuito y que, no menos, ansía refrescarse un poco en la noche tórrida de un París bajo la ola de calor. Frente a ellos, en la explanada, una joven magrebí prepara su micrófono, sus altavoces y su guitarra. Lleva el pelo recogido, aunque no hiyab, y viste unos vaqueros rotos que dejan ver sus rodillas.
Al poco, de su cuerpo menudo empiezan a brotar canciones, la mayor parte de ellas en árabe, pero también en francés. Entre los espectadores sentados en los escalones, algunos, demasiado occidentales para tanta multiculturalidad, empiezan a huir y, en cambio, acuden otros que por su aspecto parecen marroquíes o argelinos. Un par de hindúes con turbante venden botellas de vino y champagne que tratan de mantener frescas en cubos de agua.
El bochorno aumenta aunque se acerca la medianoche y, sin embargo, hay un ambiente jovial, festivo y alegre que lo invade todo. Los jóvenes marroquíes se regocijan al oír la música y alguno, incluso, baila en la explanada al ritmo de la música con los brazos abiertos y con un movimiento de pies que recuerda los bailes bereberes. Se suma un niño. Hay aplausos y risas y la joven sigue cantando: mucho baile, pero poca gente que eche monedas en la funda de su guitarra. Quizás no va de eso o quizás ha dejado de ir de eso. No es difícil conectar con quienes, estando lejos de su tierra o de la tierra de sus padres o de la tierra de sus abuelos, sienten latir su corazón añorando sus raíces. Son ya las doce. Ninguno de ellos sospecha que, en ese momento, un brutal terremoto está sembrando el caos, la muerte y la desolación en numerosos rincones de su hermosa tierra.
Nueve horas más tarde, una larguísima fila de jóvenes franceses se ha formado frente a la tienda Swatch de los Campos Elíseos. Los guardias de seguridad, con elegantes chaquetas y corbatas negras y pinganillos en la oreja, vigilan para que se mantenga el orden y para que la impaciencia no genere conflictos. Algunos han pasado la noche en la calle para tener los mejores puestos. La tienda abrirá a las 10 para lanzar una nueva colección de relojes que todo el mundo parece necesitar.
A la misma hora, largas colas se han formado ya ante los hospitales y dispensarios de Marrakech para donar sangre.
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