Cuando viajamos fuera de España es agradable encontrar la huella de nuestro país, unida a otras que a lo largo de los siglos se han ido superponiendo. Encontramos esa sensación de forma especial en la América hispana, pero también, de modo muy acusado, en algunos lugares de Europa, y especialmente en Nápoles. Es cierto que, desde un punto de vista histórico-artístico asociamos a Italia con el Imperio Romano, pero los griegos ocuparon Nápoles durante más de un milenio antes de que llegaran los romanos en el 326 aC. Estos se quedaron hasta el 476 dC, ocho siglos (curiosamente, un tiempo similar al de la permanencia de los árabes en España); les sucedieron diversos pueblos invasores hasta la dinastía de los Anjou que se instaló desde 1265 hasta 1442, en que Alfonso de Aragón expulsó a René de Anjou. Con diversas vicisitudes, la influencia española se mantuvo hasta que en 1860 Garibaldi fue el artífice de la unificación de Italia bajo el reinado de la Casa de Saboya.

La huella española permanece en lugares como la Port'Alba, homenaje al duque de Alba, lugar hoy de concentración de librerías de viejo y ocasión, o en barrios como el Quarteri Spagnoli mandado construir por el virrey Pedro de Toledo. Ya en nuestros días, la estación de metro Toledo es una singular y premiada creación arquitectónica del español Óscar Tusquets. Esa huella está así mismo en el Museo Arqueológico, que dicen es el más importante del mundo, nacido de un ambicioso proyecto en el que fue decisivo el impulso de Carlos III, luego rey de España. (Nota para los amantes del cómic: actualmente se exhibe en él una excelente muestra de la obra de Hugo Pratt; en el Museo de Huelva, tal vez no la hubieran autorizado).

La visita a las villas de Pompeya y Herculano, destruidas y sin embargo milagrosamente preservadas por la erupción del Vesubio del año 79, es obligada, aunque sus frescos más destacados han sido trasladados al Arqueológico. También es difícil sustraerse al atractivo cosmopolita de Capri, cuya belleza natural se halla invadida por multitud de turistas que contemplan los escaparates (y hasta hay quien compra) en conocidas y muy caras franquicias. Eso sí, sus calles están pulcras, impolutas, en contraste con la incuria de la capital, en la que la mafia napolitana, la poderosa Camorra, gestiona los residuos urbanos. Pero esa es la única, que no menor, tacha que yo pondría a este enclave mediterráneo al que, como meridionales, nos sentimos tan cercanos.

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