El zurriago
Paco Muñoz
Me dais asco casi todos
HAY quien ha muerto en el mar porque le sobra dinero. Debe de estar detrás esta cosa de no saber ya en qué gastarlo y, sobre todo, de querer gastarlo en algo que solo puedan hacer las pocas personas que, como ellos, tienen mucho, pero que mucho dinero. No les vale con poder comprarse una Bugatti Noire edición especial o una villa imponente en Saint Tropez. Les hace falta sentirse protagonistas de algo absolutamente inusual y que les permita huir de su vulgar e irrecusable humanidad: tienen que subir al sitio desde donde se despeñan los ángeles caídos o descender, como Dante, pero sin Virgilio, a los infiernos. Convierten en lujo y dispendio ostentoso lo que, perfectamente, podría ser un castigo. Probablemente, necesitan redimirse y tomar consciencia, durante cada uno de los segundos de sus vidas, de que son muy, pero que muy ricos. Habrá excepciones –no voy a negarlo–, pero estas cosas del exhibicionismo de la riqueza son, en el fondo, de “nuevo rico” o, como diría mi abuela, de “piojo resucitado”.
Los ricos de toda la vida, por lo normal, tienen su riqueza tan naturalizada y viven tanto del apellido, la prosapia y el prestigio heredado que ni siquiera necesitan demostrar ni alardear de nada para convencerse a sí mismos y a los demás de que son muy, muy ricos.
Hay quien ha muerto en el mar, en cambio, porque no le sobra nada y le falta de todo. Debe de estar detrás esta cosa de saber que no hay futuro, que el miedo y la pobreza se reproducirán como un bucle infinito y no habrá ningún horizonte luminoso al que mirar. No les vale con quedarse en el mismo pueblo toda la vida, sabiendo que sus hijos seguirán viviendo, como ellos mismos y los padres de sus padres, expuestos a la violencia de la guerra o el poder, condenados al analfabetismo y a la precariedad, cuando no al hambre o la enfermedad.
Lo suyo también es una huida, pero no en un costoso minisubmarino. Huyen en balsa, cayuco, patera, barco mohoso o lancha neumática, después de caminar, quizás, miles de kilómetros con unas viejas zapatillas de deporte heredadas del primer mundo, sin brújula, sin dinero, con viento frío y con tórrido calor. Si no fuera porque es una necesidad imperiosa, todo esto podría considerarse un castigo inhumano. Probablemente, estos pobres que se lanzan al mar necesitan saber que hicieron algo para poder tener una vida digna y para intentar legar a sus hijos un futuro que mínimamente valiera la pena. Cuando se viaja a los sitios donde habitan, no hay que ser muy listos para comprender que quieran huir incluso sabiendo que muchos no triunfan o no sobreviven.
Ahora que las matemáticas de estado están de moda, yo hago otras cuentas. Mido los minutos y las letras que los medios de comunicación han dedicado a los cinco pobres millonarios muertos en el Titán y no me cuadra con los dedicados, por ejemplo, a las 600 personas ahogadas en el mar Jónico que también estaban, como ellos, encerrados en una hermética y terrorífica lata de sardinas. Mido los esfuerzos titánicos realizados para rescatar a los primeros (se habla, por el momento, de hasta 100 millones de dólares invertidos) y no me encaja con la poca diligencia que se percibe en la recuperación de los cadáveres de los que han naufragado frente a las costas griegas. Todo esto produce un gran dolor.
La muerte violenta de un solo ser humano ya es por sí misma lamentable y no hay ninguna idea ni causa que pueda justificarla. El mar, más sabio que los hombres, no entiende de ricos o pobres. Lo engulle todo y nos devuelve, perplejo y poderoso, el espectáculo de nuestras propias miserias.
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