Visiones desde el Sur

Morir en el intento

Cada día me cuesta más trabajo salir a este impúdico y obsceno mundo lleno de mentiras colosales

Paso los días instalado en un carrusel que bien pudiera llevarme a la idiocia. La cuchilla agreste y ácida de la realidad intenta una y otra vez, con machacona insistencia, recluirme en la sinrazón de ver el mundo como un negocio, como un lugar en donde lo único que importan son los intereses; pero, me voy salvando de ella por la literatura, mi amada literatura -los libros de relatos, las novelas y los poemarios que leo-. Ellos me liberan durante horas de la soga que oprime cada vez con más fuerza mi garganta para llevarme a la muerte clínica, cerebral primero y rematarme después de forma impúdica e insaciable en la candela del tanatorio. Eso, o andar por la calle sin cerebro como hace la mayoría, que sería aún peor.

Y no puedo bajarme del carrusel, del tiovivo de este mundo loco y sin conciencia, como dice en un poema María Luisa Domínguez Borrallo: El fuego se propaga y yo / no quiero morir por la causa correcta. (Epitafios incompletos, Amargord Ediciones).

Porque las correcciones todas -la mal llamada urbanidad- son, en estos aciagos días, la mentira más grande jamás contada. Ni la niñez, esa estadía del ser humano en donde la imaginación, como debe, camina libre y ansiosa por desplegarse sin fronteras ni clichés alguno, puede imaginar semejante cuento como el que la fatídica e interesada realidad nos representa de forma iterada. La jaula del espectáculo que nos ofrecen los hilanderos encorseta nuestras entendederas hasta el punto de no ver más allá de lo que hay en la pantalla (Platón en estado puro).

El espejo por el que transitan los actos de la obra que representan, no devuelve una imagen acorde con lo que debiera. Precisamente, hace lo contrario: deformar la realidad, amañarla; sin pureza, faltos de ética alguna y llenos de cagajones pestilentes -que diría Eladio Orta, ese excelso trovador de Isla; de Ayamonte no, de Isla-, de pústulas hediondas, de atroces maldades y componendas. Eso es lo que tenemos para nuestra desgracia.

Y en ese andar el hombre niño que soy envejece arropado por los libros, que van roturando surcos más profundos en el alma, marismeñas grietas de estío, socavones abismales… que me obligan a recluirme en la concha, como hacen algunos cangrejos, y afianzar el cuerpo a las paredes de la estructura mental que edifico. Cada día me cuesta más trabajo salir a este impúdico y obsceno mundo lleno de mentiras colosales. Prefiero errar a seguir la corriente, aunque muera en el intento.

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