Misa de réquiem por los cabezos

Los cabezos son la razón por la que somos, nuestro motivo. Los viejos cimientos de la ciudad milenaria que fuimos.

Lo primero fueron ellos. Antes que nada. Antes que nadie. Majestuosos y vigilantes. Arcanos y poderosos como los viejos dioses. Ya estaban aquí cuando llegamos buscando refugio en sus entrañas y sus alturas. Estaban ahí cuando construimos, a su abrigo, las primeras moradas, y fueron fortaleza antes de las murallas. Ya bajaban por allí sus aguas cuando excavamos los primeros pozos. Sus pendientes la arrastraban a la orilla antes de que erigiéramos acueductos y horadáramos humildes cloacas, y la lluvia ya regaba sus laderas cuando aramos los primeros huertos. Fueron celosa atalaya cuando aún no había castillos, sendero y trocha antes de las calzadas; arcilla y barro, cuando no había ladrillos. Vieron los cobrizos atardeceres antes que cualquier ojo porque ellos ya estaban aquí cuando nosotros ni siquiera éramos.

Los cabezos son la razón por la que somos, nuestro motivo. Los viejos cimientos de la ciudad milenaria que fuimos. A su amparo se asentaron las primeras civilizaciones que pisaron la tierra, y en torno a su afilada e imperfecta fachada se fueron sucediendo todas las demás: fenicios, griegos y tartesios, íberos, romanos, musulmanes y cristianos que hicimos de ellos nuestro refugio natural, la base de nuestras vidas. Fueron el suelo de nuestros cementerios, de las fortalezas, de nuestras plazas más populares y nuestros lugares más sagrados. Fueron nuestra casa. Los cabezos configuraron nuestro paisaje y nuestra cultura, nuestro medio de vida y hasta nuestra misma forma. Fueron Huelva durante miles de años, hasta que un día la ciudad empezó a dejarlos atrás para crecer hacia el mar. Ellos, impasibles, siguieron mirándonos desde lo alto, protegiéndonos. Esperando, como nos esperaron durante millones de años, a ser necesarios otra vez. No les dimos la espalda, y a lo largo de los siglos mantuvimos una cordial y pacífica convivencia de respeto y aprecio mutuo cuyas reglas nunca escritas decidimos romper un día. Lo primero que hicimos fue destrozar el del Molino de Viento para unir San Pedro con la ciudad baja a través de Santa Fe, pero luego llegaron más, y poco a poco fuimos perdiéndoles el respeto hasta que terminamos convirtiéndolos en un estorbo. En terreno desmontable. En un gran solar a la venta.

Dice el catedrático de Geología Juan Antonio Morales que los cabezos "cuentan la Historia antes de la Historia". La información que contienen es esencial para entender los últimos 15 millones de años de nuestra costa y la cuenca del Guadalquivir. Sobre ellos se han escrito tesis doctorales de las más diversas materias, desde la propia geología hasta la paleontología, pasando por la arqueología y, desde luego, la historia. Son valiosos por lo que esconden sus tripas, pero también por lo que hay en la superficie. Sin ellos no se entenderían ni la ciudad ni su fisonomía, y por supuesto tampoco su historia ni su cultura. Pero nada de eso importa. No importa que estuvieran aquí hace millones de años, ni que hayan garantizado nuestra vida, nuestra supervivencia, a lo largo de milenios. No importa que, si no lo remediamos, acabaremos con ellos en poco más de un siglo.

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